---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
MUERTE DE UN VIOLINISTA José Luis Correa ALBA EDITORIAL, S. L. U. |
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
«Aaron Shulman se sintió indispuesto. Comenzó
a sudar. Palideció. Dejó caer su
instrumento que destrozó el silencio del teatro. Se apagó lentamente. Como una
vela, en el último instante, pareció refulgir. Pero fue un espejismo. Una cruel
quimera. Lo último que vio el rubio judío de Manhattan fue la preciosa lámpara
del techo. La lámpara en forma de araña plateada. La lámpara de lágrimas que,
esa noche, lloró sólo por él». Así describe José Luis Correa la muerte del
concertino de la Filarmónica de Nueva York durante su visita al Alfredo Kraus
de Las Palmas de Gran Canaria. La trascendencia internacional del caso y la
necesidad de ser discretos hace que la policía recurra a los servicios de
Ricardo Blanco para investigar lo que, en un primer momento, tiene todos los
síntomas de ser un asesinato. Las sospechas recaen inmediatamente en Juliette
Legrand, viola de origen canadiense que se encuentra sustituyendo a Rebecca
Adam, la titular, que ha permanecido en Nueva York aquejada de una extraña
dolencia. Treinta días llevan hurgándole el cuerpo con rabia a la Adam sin
haber dado con el problema. Lo cierto es que a medida que la acción se
desarrolla, Blanco se ve irremediablemente atraído por la canadiense, hecho
este que le acarreará no pocos problemas.
Tras haberse dedicado a varios oficios y
haber iniciado tres carreras universitarias -carreras que, por cierto, nunca
llegó a terminar-, Blanco, el atípico y genial investigador de La Isleta creado
por Correa, aceptó en su momento la propuesta de su amigo Miguel Moyano y,
ambos de la mano, abrieron una agencia de detectives: la Agencia Blanco &
Moyano, una agencia que en la actualidad cuenta con un solo investigador, una
agencia que económicamente sustenta Moyano y operativamente Blanco. Y es que
los ruinosos negocios de Ricardo Blanco no dan para más. Su personaje, el
personaje de Correa, no es un arquetipo amañado al marco de la isla de Gran
Canaria, sino que los rasgos tópicos del
detective han sido transformados por las exigencias del espacio y las características
propias del personaje. Correa crea a Blanco como un narrador en primera
persona, lo que le permite a éste justificarse ante sí mismo y defender ante el
lector sus gustos cultos: la buena literatura, el jazz (es ferviente devoto de
Charlie Parker, Miles Davis y Oscar Peterson) y el cine negro. («¿Qué quieren?
Soy así desde chiquillo. Un viejo prematuro. A veces me siento capaz de
cualquier cosa con tal de mantener ante el mundo una reputación de tipo duro
que me queda grande como chaqueta de payaso. Pero no pienso renegar de Charlie Parker, ¿estamos?, eso ni de coña»).
Las novelas de Correa se caracterizan por un
humor socarrón, una ambicionada renovación formal –sobre todo en lo
concerniente a los diálogos, diálogos que el escritor incorpora a la narración-,
un lenguaje poético y el empleo de formas gramaticales y expresiones propias de
las islas. Su obra se encuentra a caballo entre la novela policíaca clásica y
la novela negra estadounidense. Correa tiene el honor de ser el autor de la
primera saga criminal ambientada en Canarias, por lo que fue pionero a la hora
de configurar la capital de Las Palmas como una ciudad concerniente al género,
es decir con los espacios propios de la novela criminal y la adecuación de
otros nuevos. No obstante, es importante destacar que Las Palmas no es una
ciudad insana ni está considerada como una urbe excesivamente violenta, su
compromiso con la causa no va más allá de unos cuantos tiros perdidos y unos hechos
delictivos inherentes a toda aglomeración humana, y todo ello a pesar del quilombo
literario final que plantea aquí Correa, más propio de ciudades con una dosis superior
de peligrosidad. Las características del género aportan a Las Palmas, eso sí,
una serie de elementos que ayudan a provocar el aumento de la percepción por
parte del lector del peligro inherente a la ciudad. Los acontecimientos
criminales no convierten a la población en un espacio inseguro con un ambiente
irrespirable, son sucesos puntuales, motivados gran parte de ellos por
situaciones emocionales.
Los hoteles son un lugar recurrente en las
novelas de Blanco. En «Muerte de un violinista» gran parte de la acción
transcurre entre el Mencey, el emblemático y lujoso hotel de Santa Cruz de
Tenerife, y el Reina Isabel de la capital grancanaria, donde residen los
miembros de la Filarmónica de Nueva York durante su estancia en Canarias. Y es
que el hotel, en la literatura, es un lugar de tránsito donde nadie conoce a
nadie, donde todo el mundo pasa desapercibido. Este espacio pasa por ser un
lugar hostil. Es ahí, en el Reina Isabel, donde secuestran a Juliette Legrand,
la viola canadiense de la que se enamora el
detective. La violencia asociada al género afecta a lugares como estos,
en apariencia tranquilos, pero que llevados por los acontecimientos se vuelven
peligrosos. El hotel como el hospital, donde Blanco es ingresado en dos
ocasiones, es retratado como un paraje triste, ajeno y frío, un lugar de tránsito en el
que es necesario conservar el anonimato para que no trascienda la labor que el
investigador está desarrollando y que otro no entendería.
El mar es otro de los elementos siempre
presentes en las novelas de Correa, y es que Las Palmas es una ciudad portuaria
que cuenta con importantes playas, siendo el transporte de mercancías y de
pasajeros -el turismo a fin de cuentas- el elemento en que basa su desarrollo
económico. El mar de La Puntilla simboliza para Blanco la memoria de su abuelo,
la costa en la que recompone sus chalanas Colacho y a donde él acude a visitarle
cada semana. La relación entre ambos, abuelo y nieto, es tardía pero terriblemente
profunda. El anciano y su padre se distanciaron en su día y su madre, claro,
eligió a su marido. El viejo, todo sea dicho, no movió un dedo para
reconquistar el amor de su hija. Y así pasaron diez años. «Durante esos diez
años me nació la afición al jazz, al cine y a la lectura. No es difícil de
explicar: si la realidad no te gusta, te inventas una propia. Y yo me refugié
en la música negra. En las películas en blanco y negro. Y en cualquier libro
sin distinción de color».
Los lectores que han sido fieles a Ricardo
Blanco en las dos novelas anteriores reconocerán
aquí algunos de sus rasgos ya familiares: su desastrosa vida personal, su educación culta y refinada, su tendencia al
enamoramiento, su desinterés por el dinero. «Muerte de un violinista» es una
buena excusa para descubrir nuevos datos sobre su pasado y preparase preparar el ánimo para lo que viene a continuación.
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario