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MUERTE EN ABRIL José Luis Correa ALBA EDITORIAL, S. L. U. |
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A Mario Bermúdez, un tipo pusilánime y de
pocas palabras, nadie lo conocía bien, así que nadie lo echó de menos cuando
desapareció un viernes florido de abril. Tras tres días descomponiéndose en la
tina de su cuarto de baño, dio «señales de vida» un lunes santo, muerto y bien
muerto, envuelto en olores putrefactos y engalanado con un sostén de encaje
color teja y bragas y liguero a juego, lo que hacía pensar que había tenido un
final movidito, ¡una muerte bien dulce, vamos! Pero la cosa no terminó ahí, el problema
cobró dimensiones escandalosas cuando el viernes siguiente -Viernes Santo para
más señas- apareció otro cuerpo, el de un enfermero de El Perpetuo Socorro, un
tal Carlos Ventura, con síntomas de asfixia y engalanado de la misma guisa, esta
vez con un canesú, una especie de camisón azul añil que le confería al cadáver
un aspecto burlesco. No es preciso apuntar que la prensa comenzó a correr el
bulo de la existencia de un psicópata que atacaba a solteros de mediana edad, y
que el terror arraigó rápido entre la gente. La clave de todo este misterio
parecía radicar en una joven que requirió los servicios de Blanco para que este
demostrase su inocencia. Pero, ¿la inocencia de qué?, se preguntarán ustedes. Su
nombre era Lola y estudiaba en la Escuela de Comercio Exterior. Y, ¡cómo no!,
cuando Lola apareció en escena estaba muy, pero que muy asustada. Conoció a
Bermúdez en una cafetería de León y Castillo y aceptó hacerse cargo del
adecentamiento de su casa un par de veces a la semana para costearse los
estudios. Por eso, casi le dio un yuyo cuando encontró el cadáver doblado en la
bañera con la mirada puesta en ella.
Y aquí, en este presente, comienza la ardua
labor de Joaquín Blanco. Blanco tiene una oficina en la que trabaja, la Agencia
de Detectives Blanco y Moyano, situada en el número 57 de la calle Triana. Es ahí
donde recibe a sus clientes, ahí donde recibe a Lola. Es en este universo donde
el detective reflexiona sobre sus casos, donde bucea en su ordenador intentando
atar los cabos mal anudados. Comparte esta labor con su secretaria Inés, quien
en realidad -y esto que quede entre nosotros- se llama Patricia Inés. «Como se
te ocurra contárselo a alguien te doy una tollina de palos que te espabilo»,
advierte la propia interesada. Esta oficina, la Blanco y Moyano, está descrita
en las novelas de Correa de forma adocenada, es pequeña pero con espacio
suficiente para un sillón de cuero donde el detective suele echar sus cabezadas
de mediodía en aquellos momentos que se
inclina por comer cerca en lugar de hacerlo en casa. La entrada está dividida
en dos por un biombo chino y sirve de despacho a Inés y de sala de espera. «Nuestra
oficina es un habitáculo que se compone de dos cuartos, un baño y una encimera
de mampostería, que, gracias a la cafetera eléctrica y a una neverita que recibí como pago de mi
primer caso, hace las veces de cocina. Con eso (y un balconcillo que da a
Triana, en el que Inés ha logrado, de un modo incomprensible, que crezca un
hermoso palo del Brasil) se acabó lo que se daba».
Ricardo Blanco vive en un piso de Mesa y
López en apariencia tranquilo, aunque en ocasiones se vea trastornado por el
ruido exterior y las discusiones de unos vecinos por momentos bullangueros. A pesar de ello la casa del
detective es un territorio apacible, donde Blanco disfruta de sus ratos de
soledad y a donde orienta a alguna de sus esporádicas novias. No parece, sin
embargo, que Blanco sea un personaje muy ligado a su casa, su labor se
desarrolla fundamentalmente en la calle, sin horarios fijos, por lo que es
frecuente verlo disfrutar de bares y restaurantes y dormir fuera. La casa es su
espacio protector, aunque en esta
novela, «Muerte en abril», la asesina transgreda dos veces su umbral: la
primera mientras el detective duerme y la segunda cuando se encuentra presente
su novia Malena. Una Malena que tras pasarlas canutas en esta aventura termina,
con gran dolor de su corazón, por aceptar que «somos un sueño imposible que
amando se muere, y que lo siente y que a partir de allí nada más que eso somos,
nada más».
Tanto la oficina en la que trabaja como la
casa en la que habita conforman los espacios estables del detective,
estabilidad esta, que se contrapone a la
inseguridad de los escenarios donde se desarrollan sus investigaciones. La
constante colaboración entre Blanco y el inspector Álvarez permite que la
comisaría sea otro de los espacios recurrentes en las novelas de Correa. No
obstante Álvarez prefiere reunirse con el detective en bares -como el Café de
Vegueta-, donde el policía cita a Ricardo Blanco para poner en hora sus
averiguaciones. «Daba gusto ver almorzar al inspector cuando no tenía moscas en
la sopa». En espacios como este, Blanco y Álvarez evitan la oficialidad que
supone citarse en la comisaría al tiempo que se permiten tomar algunas copas y
algo de comer mientras sostiene una conversación coloquial y amistosa. «...por
lo que veo, tienes un plan, ¿verdad?, anda, cuéntamelo, y pásame ese plato de
bonito si no te lo vas a comer». No es de extrañar, pues, que estos lugares desempeñen
un papel importante en la obra de Correa; el propio escritor ha confesado en
varias ocasiones que acostumbra a escribir en las terrazas de bares y cafeterías.
Según sus propias palabras «Las Palmas tiene terrazas como para una boda».
El restaurante es un espacio conveniente para
la realización de hechos criminales. Pablo Ferrera, el amigo del inspector al
que este convence para que acuda a una cita con la presunta asesina, está a
punto de morir cuando aquella lo envenena en un restaurante vegetariano detrás
de la Catedral de Santa Ana y posteriormente intenta estrangularlo en un
portal. Y ¿qué decir del bar Deenfrente?, un local situado, pues eso, enfrente
de la comisaría y en el que Álvarez suele tomar un plato rápido mientras
trabaja. Se trata, más bien, de un bar modesto pero allí Álvarez se siente como
en su casa e incluso puede saltarse la dieta a la que le tiene sujeto su mujer,
Susana: «Álvarez tenía siempre la misma sensación al entrar allí, la de estar
en casa».
«Muerte en abril» se lee de un tirón, y es
que José Luis Correa tiene un estilo ágil capaz de provocar la curiosidad del
lector. Su lenguaje es directo, plagado de ironías y sutilezas y así nos
conduce por los pueblos de la isla y las calles de la capital en un viaje en el
que no existen los imposibles. Seguiremos leyendo a Ricardo Blanco, eso seguro.
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