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Lejos de las calles mezquinas de la gran ciudad, un lago deslumbra a través
del aire tenue de la montaña. En la orilla, una pareja pesca
perezosamente; en el brillante sol de invierno los peces no pican. Para
Jeff Bailey, en la película de la RKO “Retorno al pasado” de Jacques Tourneur, una autentica
obra maestra del cine negro, los lugares se forman y se disuelven como anillos
de humo. Detective ya retirado, Jeff va a la deriva como un durmiente a través
de una serie de sueños irregulares. Obligado a relatar a su novia sus pasadas
malandanzas, sus recuerdos le llevan a lagos prístinos y a oscuros bares
mejicanos, a clubes de jazz en ciudades donde siempre es de noche y hasta a una
cabaña junto a un camino de tierra en un bosque oscuro y perdido de una remota ciudad
de California. Ahora Jeff posee una gasolinera en un pequeño pueblo, donde lleva
una vida tranquila y sencilla. Al menos eso es lo que él cree, hasta que un
extraño con sombrero de fieltro negro y que conduce un descapotable se presenta
en la ciudad.
Bajo los créditos del cine negro, la naturaleza agreste se enmarca en
instantáneas serenas dignas de la mejor fotografía naturalista de Ansel Adams. La
ironía de esta secuencia recuerda un cuento de Raymond Chandler lleno de
cadáveres y mentiras: “No hay crímenes en las montañas”, donde John Evans, con carnet de
detective privado, es contratado por Fred Lacey para resolver un caso
relacionado con dinero falso. En Puma Point, un pueblo tranquilo de la sierra
californiana, los muertos comienzan a sucederse tras la aparición por allí de
Evans. Lo que demuestra todo esto es
que la mancha del noir se puede encontrar en cualquier parte. Está en los
siniestros signos que el niño sordo le muestra a Jeff, parado en un campo
blanqueado mientras el cielo se torna negruzco; está en las sombras de las
ramas rotas de los árboles proyectadas sobre los cuerpos de Jeff y Ann cuando
se encuentran en secreto en el bosque y también está en el río caudaloso y
helado donde Joe Stefanos cae muerto con su abrigo de gángster enganchado en un
hilo de pescar.
En la ciudad oscura, el Noir se muestra en los tacones altos que resuenan sobre
un pavimento mojado, en las brutales palizas practicadas en callejones en
sombras, en el repiqueteo de los pies sobre
las escaleras exteriores de incendio, en el chillido estridente de los trenes
elevados, en los bares oscuros y grasientos y en los elegantes clubes nocturnos donde el juego social es la verdadera razón
para frecuentarlos. Pero también existe fuera de la
ciudad: en el huerto de manzanos de “Mercado de ladrones” de Jules Dassin, en el
puesto de hamburguesas junto a la playa de “El cartero siempre llama dos
veces” de Edward Dmytryk, en el desolado país nevado de “En terreno peligroso”
de Nicholas Ray. Pueblos fantasmas del desierto, albergues turísticos en las
montañas, caseríos de pescadores, aldeas de Nueva Inglaterra, mansiones en
Beverly Hills, todos han sido escenarios de películas negras. Todas estas historias,
sin excepción alguna, contradicen el argumento de John Huston en “La jungla de
asfalto” de que la ciudad es la fuerza corrosiva, de que si los hombres se
quedaran en las granjas donde los caballos pastan los campos verdes, nunca
volverían a delinquir.
El Noir, -expresión acuñada
por el crítico Nino Frank, italiano de padres suizos que realizó su carrera
profesional en Francia- nació
del apareamiento de la ficción pulp estadounidense que creció durante la
Depresión con relatos duros de vidas sórdidas y desesperadas y el cine
expresionista alemán, importado a Hollywood por directores inmigrantes -tales como Fritz
Lang, Robert Siomak o Michael Curtiz-, muchos de los cuales habían salido huyendo de la Alemania hitleriana. Los
escritores pulp proporcionaron escenarios descarnados, tramas tortuosas y
disecciones no sentimentales de la sociedad y el carácter estadounidense,
mientras que los cineastas europeos contribuyeron con nuevas
técnicas de iluminación que pretendían ilustrar un estado psicológico y un
nuevo modo de acercamiento a la puesta en escena. Vieron así la luz algunos de
los primeros clásicos del cine negro, tales como la obra maestra de Lang “M, el
vampiro de Düsseldorf”, una de las primeras películas de la era del sonido en
adoptar la estética y los argumentos característicos del noir.
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Michael Curtiz con “20.000 años en Sing Sing” y el
austríaco Josef von Stemberg con “El expreso de Shangai” o “El diablo
es una mujer”, con su erotismo y su estilo visual barroco, anticiparon algunos
de los elementos centrales del cine negro posterior. El éxito de “La ley del
hampa”, del propio Stemberg, fue responsable directo del auge de las películas
de gánsteres en Hollywood, películas que como “Hampa dorada”, “El enemigo
público” o “Scarface” demostraron que el espectador estadounidense estaba
ansioso de argumentos criminales y protagonistas de moralidad ambigua.
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El período de posguerra vivió
un éxodo de las ciudades, un rechazo de la vida urbana a favor del ideal
suburbano, una nueva casa de campo con césped, garaje y columpio. Comunidades
muy unidas dieron paso a familias nucleares aisladas, los trenes a los coches y
los teatros a la televisión. El cine negro siguió el espíritu de la época al
representar las ciudades como junglas anónimas, asoladas por el crimen,
indiferentes a sus habitantes, lugares de los que cualquiera querría huir. Muchos
de los clásicos de la novela negra, como “El halcón maltés” y “La llave de
cristal”, basados en las obras homónimas de Hammett, fueron llevados a la gran
pantalla. Lo propio ocurrió con las obras de Cain que sirvieron de base a
“Perdición”, “Alma en suplicio”, El cartero siempre llama dos veces”
y “Ligeramente escarlata”. El escritor Raymond Chandler, que debutó como
novelista con “El sueño eterno”, rápidamente se convirtió en el autor más
popular de novela negra y muchas de sus obras fueron llevadas a la
pantalla. Así ocurrió con “Historia de un detective”, la propia “El
sueño eterno”, y “La dama del lago”.
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Las películas de cine negro
con escenarios no urbanos de aquella época explotaron la idea de que era posible escapar a un
mundo más seguro y más saludable, mostrando cómo la tentación y la violencia
pueden atacar a cualquiera y en cualquier lugar. El ideal de los años cincuenta
de una vida familiar sana fue burlado por historias que mostraban cuán delgada es
la línea que separa las clases media y alta de un submundo de crimen, peligro y
placeres ilícitos.
Si las ciudades noir son peligrosas y desconcertantes debido a su
anonimato, los pueblos pequeños son opresivos precisamente por la razón opuesta. Todos
te conocen y saben lo que haces, y están decididos a enclaustrarte en la más
recóndita de tus vidas. Hay películas, como “El extraño” de Orson Welles, en las que un pequeño vecindario es simplemente
un saludable telón de fondo para un peligroso intruso. A veces ocurre que
los poblados en sí mismos son
amenazantes, están llenos de secretos compartidos e intimidación y ojos que
miran desde detrás de las cortinas, como sucede en el paraje desértico, aislado
y vicioso de “Conspiración de
silencio” de John Sturges, donde Spencer Tracy descubre el
asesinato, llevado a cabo por fanáticos locales, de un granjero
japonés-estadounidense. Incluso
la hermosa ciudad de Corinto en Nueva Inglaterra, en “Amor
que mata” –la costumbre española de cambiar los títulos de las
películas nos ha privado del sugerente “El extraño asunto del tío Harry”-, donde
un hombre infantilizado por sus devotas hermanas es incapaz de tener una
relación amorosa normal y adulta. En lugar de simplemente “mandarse a
mudar”, trama el asesinato de su celosa y apegada hermana. Aprisionados
por las omnipresentes sombras enrejadas de las persianas venecianas y los
pasamanos de las escaleras, los hombres y mujeres del cine negro destrozan sus
vidas en sus esfuerzos por escapar.
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Estados Unidos, a través de la lente del cine negro, aparece como un país
en el que no se puede confiar en nadie, donde el comportamiento egoísta y
depredador es la norma. Las películas de la era de la Depresión evocaban
una sensación de lucha compartida y unidad de la clase trabajadora. Las de
la Segunda Guerra Mundial mostraban a hombres unidos con el objetivo firme de actuar como un equipo y luchar por su país,
mientras que las mujeres y los niños en casa les mostraban lealtad y apoyo. En
comparación con los desafíos unificadores como la Depresión y la Guerra, los
problemas de la era de la posguerra quedaron ocultos o no fueron reconocidos, y
encontraron expresión en películas policiales de bajo costo que se
comercializaban como mero entretenimiento. El cine negro filtró muchos
problemas sociales a través de sus historias viscerales y descubrió sin
descanso la atomización de la sociedad estadounidense. No existen grupos que funcionen, incluso
las pandillas y las “organizaciones” criminales se separan porque sus miembros
buscan su propio beneficio, listos para traicionarse unos a otros por dinero o por
una mayor tajada en las ganancias. El Noir pinta la América de la
posguerra como un lugar solitario. Las nuevas carreteras interestatales
transportan a personas sin raíces, perseguidas por su pasado o demasiado
insatisfechas para asentarse en un lugar determinado. La gente
llega a la conclusión de que todos los lugares son iguales, que no puedes
huir de ti mismo. La realidad
inflexible es que la verdadera ciudad oscura es el corazón humano.
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