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jueves, 13 de octubre de 2022

LA CÁMARA DEL CRIMEN: WEEGEE

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“Aunque figure entre los enemigos públicos número uno de la lista del FBI, ningún malhechor alcanza la consagración hasta que yo lo he fotografiado”. Así de contundente y seguro de la calidad de su trabajo se mostraba en su momento Weegee, el cronista de Nueva York más oscuro de la década de los 30 y 40. No solo eso, el fotoperiodista confiaba tanto en sí mismo y anhelaba tanto alcanzar el reconocimiento público que, antes de que su nombre alcanzara la celebridad, ya firmaba sus instantáneas con un sello que rezaba: “Weegee, The Famous”.

Weegee era siempre el primero en llegar al lugar de los hechos y obtener instantáneas que revelaba en el maletero de su coche. Logró alcanzar un gran éxito, tanto es así que su personaje fue inmortalizado por Joe Pesci en la película “El ojo público”. El film de Howard Franklin, sin embargo, no fue el único en poner la vista en el reportero; Curtis Hanson, en “L. A. Confidential”; Sam Mendez, en “Camino a la perdición” y Dan Gilroy, en “Nightcrawler” también se inspiraron en su trabajo.

Su nombre real era Usher Felig, nació en 1899 en la ciudad de Zolochev, en lo que hoy es Ucrania, y a los diez años, cuando su familia llegó a la Isla Ellis –la puerta del sueño americano- se convirtió en Arthur Fellig. El alias, cuenta la leyenda, era una deformación fonética de “ouija”, mote con el que le bautizaron por su supuesta capacidad para comunicarse con los muertos, o al menos, de encontrar a los que habían fallecido de forma violenta antes de que lo hicieran las fuerzas de seguridad.

Encontró su profesión siendo adolescente, cuando un fotógrafo callejero le hizo un retrato. Quedó paralizado por la cámara, la placa, el procesamiento y la imagen de sí mismo. La idea de especializarse en asesinatos, accidentes, incendios y toda clase de sucesos truculentos fue consecuencia de observar lo que publicaban los diarios así como de percatarse que los reporteros, de noche, dormían.

A los 14 años dejó la escuela y comenzó a trabajar por cuenta propia para varios periódicos y agencias de noticias de Nueva York al tiempo que realizaba otros trabajos ocasionales. Uno de esos trabajos implicaba tomar fotos de ataúdes para un catálogo, otro mejorar las impresiones fotográficas para “The New York Times”. Pronto pasó a la fotografía de noticias y llegó a convertirse en un personaje con una habilidad especial para llegar a asesinatos y accidentes en el momento correcto. ¿Cómo?, se preguntarán ustedes. En el momento más importante de su vida Weegee decidió que Nueva York después del crepúsculo era toda suya. Y se instaló en su coche. “Se convirtió en mi hogar. Era un biplaza, con un maletero especial extra grande. Guardé todo allí, una cámara extra, los casquillos de las bombillas del flash, una máquina de escribir, botas de bombero, cajas de cigarros, salami, película de infrarrojos para disparar en la oscuridad, un recambio de ropa interior, uniformes, disfraces y zapatos extras... La radio de la policía era mi modo de vida. Mi cámara y mi amor... eran mi lámpara de Aladino”, asegura Weegree en su biografía.  

Él le puso ganas y los protagonistas de sus instantáneas se lo pusieron fácil a él. No en vano, el fotoperiodista, por origen o por empatía, congeniaba con los desheredados y estos estaban encantados de salir en sus instantáneas. Weegee siempre buscaba hacer la mejor fotografía posible, aguantaba el flash encima de la cámara y obtenía duros contraluces que daban veracidad y dramatismo a sus retratos.

Fotografiaba cadáveres y también personas vivas. A veces, en actitudes desesperadas: durmiendo en la calle, huyendo de un incendio o, simplemente, detenidos por la policía, pero también disfrutando de la vida al entrar a un teatro, bailando en una fiesta popular o tocando en un club nocturno. Llegó incluso a fotografiar la luz del día en una de sus instantáneas más icónicas en la que se aprecia una multitud en la playa de Coney Island, sonriendo y mirando a la cámara.

En 1945 le llegó la fama con la publicación de “Naked city”, su primer libro, del que se realizaron tres ediciones en un año. El éxito conllevó encargos para revistas que buscaban “imágenes tipo Weegee”, o lo que es lo mismo “la autenticidad”. Y eso significó una invitación para acudir a Hollywood. Sin embargo, su estancia en la meca del cine no le entusiasmó demasiado.

Muchas de sus tomas icónicas se centran en los espectadores. En octubre de  1941 un jugador de poca monta recibió un disparo nocturno cerca del patio de una escuela. Weegee, además de fotografiar el cuerpo, inmortalizó a la multitud de niños empujándose unos a otros para ver al hombre muerto. Esta fotografía es un sorprendente catálogo de emociones humanas, que van desde la alegría hasta la agonía. La estrella es una niña cuyo rostro revela una excitación y una curiosidad extremas. Weegee lo tituló: “Su primer asesinato”.

A mediados de la década de los 40, se convirtió en uno de los fotógrafos fundadores de “PM”, un nuevo periódico liberal dedicado a contar historias con imágenes. Los editores estaban interesados no solo en sus fotografías sino además en su personalidad: su cara de ojos de insecto, su enorme cámara Speed Graphic, el baúl de su automóvil lleno de trastos, sus hábitos nocturnos y sus formas descuidadas.

El punto de inflexión en su carrera y, según algunos, su gran tragedia fue exhibir su obra en el Museo de Arte Moderno a mediados de la década de los 40. Comenzó a verse a sí mismo como un artista y a firmar sus fotos como “Weegee, the Famous”. A partir de ahí se casó, produjo libros de arte, y se desplazó a Hollywood. En definitiva, se convirtió en una caricatura de sí mismo.

Cuando Arthur Fellig se convirtió en Weegee, el verdadero hombre desapareció. Y cuando quiso recuperarlo, no pudo: “Mi verdadero nombre es Arthur Fellig. Creé este monstruo, Weegee,  y no puedo deshacerme de él”. A los 69 años murió de un tumor cerebral.    

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