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Octubre, viernes, el bar Casablanca, el
tuerto Casimiro, Juan el del Pescao y Monroy; un Monroy que se aburre como un
sordo en un concierto de arpa solista. De pronto una mujer, Sonsoles, la hija
de Paco Nieves, el ferretero. Y a partir de ahí un trifostio. Un trifostio de
tres pares de narices.
Y es que Diego Miranda Santana, chupatintas
en horas de servicio, ha desaparecido de repente de la vida de Sonsoles. De
repente y sin dejar explicación maldita. Miranda es amigo del marido de una
prima de Sonsoles y lleva una vida apacible de solterón sin aparentes
preocupaciones. Así lo conoció Sonsoles y bajo ese estatus comenzaron a salir
meses atrás. La relación se desarrolló sin agobios, con una intimidad y una
confianza agradables. Todo en su lugar hasta que, un mal día, Diego cortó por
lo sano, ¡si te vi, no me acuerdo! como diría el otro... una historia que
Monroy ya ha oído muchas veces.
Para combatir el aburrimiento inicial, Monroy
acepta hacer algunas averiguaciones. Tras un plácido café y un sabroso
bocadillo de queso en un cafetín de Moya, donde reside el interfecto Miranda, no
tarda mucho en comprender que lo sentimental tiene muy poco que ver con el
asunto. Para más inri, en todo este embrollo anda mezclado -¡faltaría más!- un
viejo conocido suyo, Falo el Moldura, un escayolista changuero reconvertido en camello
ocasional y borrachín a tiempo parcial. Lo peor de todo ocurre cuando, a la
mañana siguiente, Miranda aparece tieso y a una serie de conocidos suyos les da
por agarrar la puerta de salida de forma repentina. Cuando Monroy toma
conciencia del entuerto en que se ha metido no puede por menos de pensar que
habría sido mejor para él continuar aburriéndose.
Quien no se va a aburrir (estoy convencido de
ello) es usted, amigo lector, porque las novelas de Ravelo son adictivas,
excitantes y muy entretenidas. Y además, la serie de Eladio Monroy goza del
privilegio de ser “familiar”. Familiar porque la prole que acompaña a Monroy en sus
aventuras ya es parte de nuestro hábitat. Y si no, juzguen ustedes mismos... Los
días que no está metido en algún lío, Eladio se presenta como siempre a las
doce en el bar Casablanca (¡Tócala de nuevo, Sam!) y se sienta a leer el
periódico en una de las dos mesas de chapa galvanizada que hay a disposición
del público. Allí le atiende el tuerto Casimiro, Polifemo en miniatura, calvo,
entrado en años y con su eterna camisa azul celeste de cartón piedra, propietario-cocinero-freganchín-encargado
de la limpieza y administrativo cuando procede, un todo en uno, al servicio de
la clase obrera. No tarda en recalar por el lugar el Chapi (Bonifacio, en
origen), ¡buenos días caballeros y caballeras...!, mecánico de confianza, con
su mono grasiento, sus gafas de montura de pasta llenas de huellas, sus uñas
negras y su hedor habitual. Le acompaña Mecánico, su pequinés de ojos como
pimpotas, habituado ya al lingotazo diario de cerveza que Casimiro acostumbra a
servirle en un cenicero. Y Dudú, chocolate negro senegalés, un chapista de fiar
que labora a las órdenes de aquél. Roquito, Juan el del Pescao y el resto de la
concurrencia. Matías, antiguo vecino de Monroy, hoy recluido en una residencia
y la escandalera hollywoodense que lo acompaña cuando anda metido en eso de
visionar películas de acción en pijama, pantuflas y sin dentadura postiza.
Gloria, su vecina y amiga, compañera con derecho a roce, a quien Monroy con sus
aventuras detectivescas trae por el camino de la amargura. Ambos disfrutan de
un noviazgo eterno al que se niegan a poner nombre. Paula, de sonrisa amable y
mirada irónica, simpática y desenfadada, la hija que descubrió cuando esta ya
se había graduado y que comparte piso con Mónica, una profesora de Lengua,
inteligente y seria, que da clases en un instituto de Jinámar y que ejerce como
su pareja de “deshecho”, como tienen a bien llamarlo. Manolo, sesentón barbudo,
marxista y gordinflón que fundó el negocio de la librería Ei2 que ahora regenta
con Gloria. Paco Nieves, el de Escaleritas, el padre de Sonsoles, ya fallecido,
que había sacado adelante a su familia con una ferretería que, allá por el año
del gofio, le había permitido hacerse con un pequeño patrimonio. Y, por último,
Déniz -el comisario Déniz-, siempre
preocupado porque la gente que pulula alrededor de Monroy tiene la mala
costumbre de palmarla. ¡Vaya si es larga la familia!
Las novelas de la serie Eladio Monroy son
absolutamente singulares. Monroy -marinero en tierra- es un pensionista de la
mercante que parchea su mísero sueldo con “trabajillos” realizados clandestinamente.
Este Marlowe a la canaria, burlón y descarado a la vez que instruido y
sensiblero, se enfrenta a los problemas con picardía y mala baba, algo que no
le sale ni con lejía. Y es que Monroy no tiene un físico de gimnasio y, sin
embargo, es duro. ¡Vaya si es duro! Basta con echarle una simple mirada. Un
chirlo en su mejilla y un tatuaje en su antebrazo dan fe de ello. Al contrario
de lo que muchos piensan, Monroy, el Monroy del que hablamos, no es
especialmente inteligente. Su fama de deshacedor de entuertos le viene de su
buen olfato para las patrañas mezclado con un innato instinto de supervivencia
y grandes dosis de mundología. Como ven, todo un personaje este Eladio Monroy.
La literatura criminal, traviesa y juguetona
y no por ello menos despiadada, nunca ha dejado de establecer firmes vínculos
entre sus lectores y los lugares narrados. La ciudad, torbellino desordenado de
voces y ruidos inarmónicos; de calles henchidas de tinieblas, confusión y vacío;
de aceras saciadas de masas humanas irreconocibles; de hogares anónimos y
parques entoldados de verde; de bosques umbríos y malaventurados rincones es un
personaje más entre los humanos. La ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, marina,
colorida y atlántica, es la ciudad negra de Monroy. Sus casas coloniales del
barrio histórico de Vegueta y la Plaza de Santa Ana; Triana y su bulliciosa
Calle Mayor, con sus compradores atareados, sus parados ociosos y sus músicos
callejeros; la terraza del vetusto y agradable Hotel Madrid -punto de encuentro
de la intelectualidad, el artisteo y el rojerío de la capital- donde, en
múltiples ocasiones, Monroy deja que la noche se le eche encima ante una
botella de Barón de Ley; San Telmo y su inigualable quiosco de estilo
modernista; el mediodía ardiente y ruidoso de León y Castillo con su calle
Murga y el ya famoso número 15; la serpenteante Avenida Marítima, atalaya ideal
desde la que visionar los barcos fondeados en la bahía; la playa de Las
Canteras, tres kilómetros de arenilla del Auditorio a La Puntilla, y sus
cercanas zonas comerciales de Mesa y López, Las Arenas y el Puerto; el parque
de Santa Catalina, patrimonio de Lolita Pluma y sus gatos petrificados... Sí, esta
es la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, la ciudad de Monroy, hervida hasta
endurecer, y se ofrece ahí, tras la puerta acristalada del bar de Casimiro -un
Casablanca sin piano ni lámparas de bronce-, tan provinciana como cosmopolita, devorada
por la globalización. “La ciudad de paso de la que los viajeros no se van
jamás. La ciudad de los ángeles en chándal y las ratas con corbata. La ciudad
de la luz y los despojos. Ahí, tendida junto al mar, está la ciudad que fundó
Juan Rejón y que luego se fue alzando sobre el sudor y la sangre, una ramera
haciendo la siesta, una apuesta contra el tiempo, una pregunta balbuceante”.
“...“ EL PEOR DE LOS TIEMPOS.
(Serie “Eladio Monroy” Nº 5). ALEXIS RAVELO
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