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En lo alto de
una montaña, allá en los páramos de Noruega, hay un viejo caserón habitado por
un hombre solitario. Se llama Roy, es experto en pájaros, gestiona la
gasolinera del pueblo y en cada casa corre un rumor sobre él. Su vida gris se
reabre cuando Carl, su hermano pequeño, regresa de su aventura universitaria.
No se ven desde que se fue a estudiar a Estados Unidos, hace ya unos quince
años, tras la muerte trágica de sus padres. “¿Cuántas cartas, mensajes y
correos electrónicos habíamos intercambiado en todos estos años? No muchos. ¿Sin
embargo, había pasado un solo día sin que pensara en Carl?”
No es
necesario ser budista para reconocer el karma que afecta a los Opgard, Roy y Carl.
Kurt Olsen, el sheriff de la ciudad de Os está convencido que estos dos
personajillos, estos dos queridos muchachos (no hay que olvidar que sus padres
murieron siendo ambos adolescentes cuando el Cadillac DeVille, un modelo de
1979 del cabeza de familia, decidió por su cuenta y riesgo hacer prácticas de
vuelo por un acantilado) son dos intrigantes confabuladores. Kurt Olsen se
parece cada vez más a Sigmund Olsen, su padre, el antiguo policía; no cabe duda
que tiene buena cabeza para las tácticas de juego. Olsen, el agente Kurt Olsen,
tiene por supuesto razón, de algo le vale su capacidad de investigación sobre este
par de sociópatas a los que conoce de viejo.
El narrador de
la historia, a veces divertido, a veces inquietantemente indiferente, a veces
incluso, enfurecido, es Roy, el hermano mayor, un mecánico experimentado que
dirige la gasolinera de Os y su pequeña tienda anexa. Algunas personas en la
ciudad piensan que Roy está enamorado de su hermano menor, al que protege de
los matones y otros aldeanos molestos. Sin embargo, pronto se hace evidente que
este incesto no consensuado que pone en marcha una cadena de acontecimientos
cada vez más desagradables es de tipo diferente.
Si bien el
daño emocional está en el corazón de la novela, el cambio social es lo que
mantiene en marcha la saga de la familia Opgard. Una nueva autopista amenaza
con eludir la ciudad y dejarla arrinconada.
El proyecto existe desde hace mucho, pero hasta la fecha la orografía ha
salvado a sus habitantes. Como hay que horadar las montañas para hacer un
túnel, la obra resulta demasiado costosa. Pero el túnel está al caer y todos
los que viven del tráfico que atraviesa el pueblo lo van a pasar mal. Es Carl,
quien regresa de su experiencia universitaria en Minnesota y de una carrera en
bienes raíces en Toronto, quien concibe un plan para salvar la economía de Os.
Quiere construir un hotel balneario de 200 habitaciones en plena montaña pelada
y su idea es financiar el proyecto poniendo como aval la propiedad de los
aldeanos locales... “No estamos engañando a nadie, Roy, pero no hace falta que
proclamemos a los cuatro vientos que los hermanos Opgard se adjudicarán los
primeros millones. Así que... ¿Quieres el dinero para tu gasolinera o no?” Esto
huele a podrido. Si piensas mal, seguro que aciertas.
No hay duda
que hay personas encantadoras en los pueblos montañosos de Noruega, pero la
gente de Os forma, en general, un grupo triste. Chismosos, borrachos,
picapleitos, ególatras, amantes celosos, pirómanos y personas dispuestas a
empujar a un hombre honesto por un acantilado para guardar un secreto.
El noir
escandinavo es famoso por recrear abundantes escenas sangrientas y, aunque en
“El Reino” no faltan (se llega al extremo de cortar el cuero cabelludo a un
hombre y colocar su cabello sobre la cabeza de otra persona para disfrazar su
identidad), la mayor parte de lo espantoso aquí es de carácter psicológico. Se
establece un tejemaneje espectacular entre Roy, Carl y Shannon, la esposa que
Carl trae a Os desde Canadá, que no presagia nada bueno. “Por primera vez desde
que había entrado miré a Shannon de arriba abajo. Llevaba un gran albornoz
blanco, el cabello aún húmedo; se había duchado después de otra noche de
ruidosa gimnasia en la cama. Tapada como iba siempre con jerséis y pantalones
negros, nunca le había visto enseñar tanto, pero ahora veía que la piel de las
esbeltas pantorrillas y el escote del albornoz era tan blanca e inmaculada como
la de su rostro”. Todo ello, como no podía ser de otra manera, contribuye a que
Roy no tarde en enamorarse perdidamente de su cuñada, y ella no le va a la zaga.
Sus citas se vuelven salvajes y tensas.
La mayoría de
los personajes de Nesbo están atormentados por la culpa. Roy se dice a sí mismo
que un “robo menor, un rechazo trivial, nunca se superan. Son como bultos en el
cuerpo que se encapsulan, pero aún pueden doler en los días fríos, y algunas
noches de repente comienzan a palpitar”. Por el contrario, Carl está menos preocupado
por su conciencia. “Cuando se trata de vender almas -dice-, siempre es posible
encontrar un mercado de compradores”.
¿Por qué los
lectores como usted, como yo, aceptamos perder el tiempo ocupándonos de esta
gente tan horrible? Los escritores como Nesbo tienen una habilidad especial para
inculcar en sus malhechores la humanidad suficiente para que sigamos esperando que,
si no son capaces de arrepentirse, al menos reconozcan su escoria moral. O
podría ser que, siendo nosotros mismos moralmente imperfectos, somos tan ilusos
como para esperar que se salgan con la suya. En cualquiera de los casos, este
tipo de personajes -piénsese en el Tom Ripley de Patricia Highsmith, uno de los
villanos más fascinantes de la novela policial- siempre han estado muy cercanos
al lector. Y es que, a veces, el arte provoca respuestas emocionales y morales
contrarias a las que experimentaríamos en la vida real.
Los budistas y
muchos presbiterianos podrían haberle indicado hace ya tiempo, amigo lector,
que “El Reino” solo podía terminar de una manera y la mayoría de ustedes encontrará
en el final de Nesbo un alivio y, ¿por qué no?, una buena carga de decepción.
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