JAMES MALLAHAN CAIN 1 de Julio de 1982 / 27 de Octubre de 1977 |
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"El poeta del asesinato sensasionalista"
James
M. Cain, autor prolífico y talentoso de novelas duras tales como “El cartero
siempre llama dos veces”, “Perdición”, “Mildred Pierce” y “Serenade”, alimenta
a lo largo de su vida un sentimiento hostil por el denominado séptimo arte. Argumenta
que el cine es una forma de inspiración inferior. Lo encuentra crudamente
esquemático, infantilmente artificioso, ingenuo, superficial y poco sofisticado.
Cain
se acerca a la industria del cine con un desdén irónico, porque él desarrolla
ávidamente en su juventud una notable carrera como guionista y más tarde, como
novelista, obtiene respetables riquezas por los derechos cinematográficos de su
trabajo literario. Hoy en día gran parte de la opinión pública es
consciente de su obra a través de las películas derivadas de sus
libros. Cuando la gente piensa en James Mallahan Cain, piensa en Fred
MacMurray y Barbara Stanwyck en “Perdición”, piensa en John Garfield y Lana
Turner en “El cartero siempre llama dos veces”, piensa en Joan Crawford en “Mildred
Pierce”. Cuando la gente piensa en Cain piensa en el cine negro.
¿Y
por qué no? “El cartero siempre llama dos veces” y “Perdición”, son obras
maestras de la novela negra, en las que el adulterio, el homicidio del cónyuge
y los seductores seguros por accidente presiden la narración, y una vez que se
permite la adaptación de estos relatos a la gran pantalla por la censura Hays, allá
por la década de 1940, se convierten en verdaderos modelos para un asombroso
número de películas noir. El uso excesivo del “modelo Cain” se extiende
mucho más allá de la desaparición del cine negro original, en la década de
1950. La práctica emerge en la era neo-noir de los años 1980 y 1990, con
películas como “Fuego en el cuerpo” (Lawrence Kasdan, 1981) y “Sangre fácil”
(Joel Coen, 1984).
Muy
pocas películas de cualquier época mantienen un parecido real con el espíritu
de la escritura de Cain. En algún lugar de las sombras del cine negro, James
M. Cain, el escritor, se pierde. Nadie ha pensado en postularle para un
Nobel en literatura. Sin embargo Cain merece, al menos, un asiento al lado
de los grandes escritores de ficción de su época. No existe hoy, bajo la
perspectiva del tiempo, persona capaz de negar su valía como novelista de
primer orden en el terreno de la novela negra.
Cain
pertenece a esa partida de escritores de las décadas de 1920, 1930 y 1940,
conocida como “hardboiled”. Escritores que se ocupan de cuentos violentos y
espeluznantes, de narraciones concisas sobre la delincuencia y la
desesperación, autores que manejan paisajes poblados de antihéroes. Algunos
de ellos, como Dashiell Hammett (“El halcón maltés”, “Cosecha roja”) y Raymond
Chandler (“El sueño eterno”, “El largo adiós”), escriben novelas policíacas. Otros,
como Horace McCoy (“¿Acaso no matan a los caballos?) y Cain, tienden a
acercarse a los delitos y fechorías desde el punto de vista de los ejecutores
de los mismos. El crítico Edmund Wilson llama a estos últimos escritores “poetas
del asesinato sensacionalista” y, de ellos, considera a Cain el mejor.
James
M. Cain, nace en 1892 en Maryland, en el seno de una familia de la clase media
alta, hijo de madre católica de ascendencia irlandesa. Ésta es una ex soprano
que deja su carrera para casarse con el padre de Cain -académico egocéntrico y bebedor
compulsivo-, a quien no le gusta el trabajo. Ambos progenitores tienen una
molesta inclinación por corregir puntillosamente la gramática de Cain, un
hábito que, sin duda, ayuda a dar forma a su amor por el uso de la primera
persona en la narración.
Escribir
es una especie de premio de consolación para Cain. Profundamente sensible,
con una notable tendencia hacia el autodesprecio, lucha por encontrar su lugar
en la vida, probando toda clase de trabajos, desde la ópera a los
seguros. Su coronación como novelista llega con “El cartero siempre llama
dos veces”. Afortunadamente, en esta ocasión, el fracaso no consigue su
objetivo. Sus experiencias personales le inculcan cierta afinidad hacia los
perdedores. Así, los personajes de sus novelas son almas perdidas de la
sociedad, marginadas e indefensas, en el límite de la desesperación y que están
dispuestas a probar cualquier cosa con tal de escapar de su mundo perdido. Cain
siente una fascinación mórbida por los tortuosos dilemas morales propios de su
educación católica, así como los encuentros sexuales ásperos parecen formar
parte de su propia idiosincrasia.
El
interés de Cain por los derrotados no es pura perversidad. Él retrata a
sus perdedores con gran humanidad, plenos de una ingente integridad y una
sorprendente complejidad. Vencidos y debiluchos, psicópatas y sociópatas,
los personajes de Cain son seres seculares dignos de compasión. Tal vez la
más humana de todas sea Mildred Pierce. Mildred es un ama de casa cuya
posición socioeconómica se puede conceptuar de “recursos limitados” y que se
enfrenta a la Depresión con un talento fuera de lo normal para hacer pasteles. Rodeada
por hombres con escaso sentido de la responsabilidad, y motivada por el anhelo de
que su sociópata hija Veda se convierta en el eje de su vida, Mildred construye
Scrappily, un imperio culinario menor, disfrutando al tiempo de su libertad
sexual. Su gran equivocación es su amor autodestructivo para la insaciable
e ingrata Veda.
Las
altamente sexuales, psicológicas y físicamente violentas novelas de Cain causan
sensación por su elevado espíritu de liberación, pero no son llevadas a la
pantalla hasta el final de la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento del cine
negro. Para entonces Cain ha renunciado a Hollywood y ha dejado California
por los confines pastorales de Maryland a donde se traslada con su esposa, una
cantante de ópera.
El
cine negro nace del enredo casual de una serie de influencias improbables,
tanto artísticas como temáticas. Sus historias son dramas criminales,
principalmente estadounidenses, cuyo aspecto cinematográfico se ve fuertemente
influenciado por la iluminación, el encuadre y el estado de ánimo del
expresionismo alemán, cortesía de los muchos directores que huyen de los
nazis. A estas peculiaridades hay que añadir los impulsos propagandísticos
de la época: la promoción de la vivienda urbana y la campaña para alentar
a los soldados que regresan imbuidos de hábitos propios de tiempo de guerra y
motivarlos a asentarse de nuevo en la vida doméstica. Pero el cine negro es
también una forma estilizada en la que los personajes son peones del destino,
con personalidades empapadas de lujuria, de codicia, muy cercanos a la paranoia
y el mal. Cain confía en su sentido rítmico para el diálogo y su
comprensión de la psicología humana y el contexto social para contar sus
cuentos.
Así
sucede que, cuando el cine negro se encarga de adaptar las novelas de Cain, el
Hollywood de los años 1930 aleja de sus clisés el sexo, el asesinato y la
manipulación. El resultado es que las mujeres decididas pero imperfectas
de Cain pierden ese rasgo individual que exhiben en los libros y se hacen inútilmente
manipuladoras.
Ocurre
que Cora Papadakis, en “El cartero siempre llama dos veces”, se transforma en Cora
Smith, una apuesta belleza carente de la desesperación que ayuda a explicar sus
motivaciones en la novela de Cain. Phyllis Nirdlinger, en “Double
Indemnity”, se convierte en Phyllis Dietrichson, una mujer sin sentido del
mal. Y, por si fuera poco, para la película de Mildred Pierce, se refuerza
la personalidad de los hombres en detrimento de la condición de la protagonista. Muchas
de estas figuras exhiben en la pantalla
caracteres que brillan por su ausencia en la novela.
Es
importante y objetivo, y por ello no podemos dejar de mencionarlo aquí, que
cualquier análisis de la obra de James M. Cain debe contemplar la distinción
entre las exigencias literarias de la década de 1930 y las exigencias
cinematográficas de la década de 1940.
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