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LA NOCHE EN QUE SE ODIARON DOS COLORES José Luis Correa ALBA EDITORIAL |
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«La noche
en que se odiaron dos colores» es la décima novela que el escritor grancanario
José Luis Correa dedica a Ricardo Blanco, un personaje del que tuvimos noticias
allá por 2003 y que aquí, alcanzadas ya las sesenta y tantas primaveras, nos reconduce por los pueblos de la isla y las calles
de la capital en un viaje para el que no existen los imposibles.
Humberto
Caballero tendría nueve o diez años cuando fue sacado de la escuela para ir a
trabajar a Víveres Caballero, la tienda de aceite y vinagre que su padre Marcial
regentaba en la bajada de San Nicolás. Marcial fue un trabajador honrado a
carta cabal, uno de esos que ya no se estilan, un ser incansable que laboraba
como un burro de sol a sol para obtener la renta justa con que mantener a su progenie.
Una noche, sin embargo, lo trincaron solo en la tienda y lo atracaron. Y ahí
comenzó la desgracia de la familia Caballero. Años después, tras dejarles el
comercio a sus hermanos, Humberto emigró de la isla para terminar regresando y
acabar sus días dedicado a la fotografía. Un arte que le sostuvo hasta que los
teléfonos móviles vinieron a joderlo todo. A partir de entonces Humberto
malvive en El Caracol, una pensión de mala muerte en la calle Diderot, en la
zona de las Canteras, donde tiene un cuartito arrendado a precio de saldo. Y es
en ese momento, cuando la marea parece calma, cuando se le pierde el rastro...
¿Por qué
piensa Niágara Caballero en un secuestro? Pues muy sencillo: porque la
alternativa la aterra. La alternativa ya podemos suponer cual es. Niágara, de
profesión peluquera (estilista según los
cánones de la época) es vecina de Reyes Católicos y está acostumbrada desde
pequeña a la soledad. Una soledad que deriva en ella la necesidad de aferrarse
a la memoria de su padre para sobrevivir. Un padre, Humberto, Humberto
Caballero, que lleva seis días en paradero desconocido.
Cuando
Blanco inicia la búsqueda de Caballero «Nadie ha desaparecido. A nadie han
encontrado muerto. En el depósito de cadáveres no espera ningún cuerpo a que vengan
a reconocerlo. La vida sigue igual y el paradero de Humberto Caballero continua
siendo una incógnita.» Sin embargo (siempre hay un pero) lo que comienza como
una simple búsqueda deriva con el paso de las páginas en un lío de
enfrentamientos de tres pares de narices entre colombianos y moros. Moros, sí,
libios para ser más exactos. Una guerra que amenaza con poner la ciudad de Las
Palmas patas arriba. Una guerra que va a tener su punto culminante la Noche de
Finados (por si no lo saben ahora la llaman Halloween, ya que los finados no
los celebra ni el obispo) con la detonación de un cargamento de explosivos
previamente sustraído de una fábrica de voladores de Telde. Y es que en la
ciudad del sol todo es posible.
Buena parte
de «La noche en que se odiaron dos colores»
transcurre en el sur de Gran Canaria, en el pequeño pueblo costero de Melenara.
«¿Les gusta el pescado?, porque conozco un sitio donde preparan una lubina a la
espalda para chuparse los dedos.» Melenara, presume de ser un lugar de gentes
tranquilas, aguas calmas y ambiente generoso, un litoral donde el sol no falta
a su cita diaria para alumbrar con su luz cristalina un escenario de encuentros
felices. Allí, un Neptuno de cuatro metros lo observa todo desde su
privilegiada ubicación. A los rojos cangrejos que pululan por la escollera del
muelle, a la gente que degusta sentada en la terraza de una pulpería el pescado
del día, al niño curioso que excava juguetón la negra arena a la búsqueda de
tesoros olvidados y a Caballero, sí, a Humberto Caballero, quien un mal día
cruzó indefenso su destino con abyectos personajes.
«La
noche en que se odiaron dos colores», como no podía ser de otra forma, se lee
de un tirón, no en vano José Luis Correa tiene un estilo ágil, un estilo capaz
de provocar la curiosidad del lector. Su lenguaje es directo, plagado de
ironías y sutilezas. Asperja las páginas de esta novela el ya clásico humor
socarrón del escritor así como su ambicionada renovación formal –sobre todo en
lo concerniente a los diálogos, diálogos que Correa incorpora a la narración-,
su lenguaje poético, consecuencia de su inequívoca habilidad narrativa, y el
empleo de formas gramaticales y expresiones propias de las islas. Nada nuevo
para quien se sienta próximo a su obra.
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