Todo
es relativo, ya lo decía Einstein, todo depende de dónde te encuentres exactamente
para medir tu situación con relación al punto que se toma como referencia. Y
todo depende, sobre todo, del tiempo.
Todo se transforma con el tiempo. Por eso los espacios que hoy se nos manifiestan
como el corazón del universo, las grandes urbes donde se concentra una
población ostentosa de seres humanos, los lugares donde se aglutinan las
fuerzas geológicas del mundo moderno, pueden haber sido en el pasado -y de hecho lo fueron- apenas un desastrado rincón
lleno de rocas, agua y lánguida vegetación.
La
isla de Manhattan, por supuesto, no fue una excepción. Nuestra imaginación sostiene
que siempre estuvo ahí, en el corazón de la bulliciosa Nueva York, en el noreste
del continente americano, clara y relumbrante, orgullosa de sus edificios de
cuello de cisne gravados de poliédricas geometrías. Y sin embargo no siempre
fue así. Hubo un tiempo en el que aquella isla, donde con el devenir de los
años se han ido gestando buena parte de las leyendas, fue apenas un estéril campo
azotado por un viento áspero, crudo y sin esperanzas. Pero el juguetón azar quiso
que con el suceder de las estaciones las tierras perdieran sus cualidades para
el cultivo y fueran abandonadas por sus propietarios. El área, solitaria y
entristecida, fue acogiendo a nuevos residentes que buscaban propiedades
baratas, y la gran demanda de viviendas hizo el resto.
Fundado
en el siglo 17 –fue organizado formalmente en 1658- Harlem es un gran barrio de
Manhattan, ubicado dentro de la sección norte de la ciudad de New York.
Originalmente fue un puesto militar holandés llamado New Haarlem -lleva el
nombre de la ciudad holandesa de Haarlem-, y con el paso de los años se convirtió
sucesivamente en un pueblo agrícola, un campo de batalla, un suburbio
industrial, una ciudad dormitorio, un gueto estadounidense, y un reconocido
centro mundial de la cultura afroamericana.
Para
entender la vida de Harlem existen un sinnúmero de guías y de libros
especializados. Narraciones más o menos adecuadas a la realidad o simples
relatos en primera persona, donde se cuenta el devenir de un Harlem raído y envejecido,
pero a la vez expresivo. Harlem se encuentra en el Alto Manhattan, a menudo referido
como «Uptown» por los lugareños, y se extiende desde el East River hacia el
oeste, hasta el río Hudson, y desde la calle 155 al norte, donde se da la mano
con el Bronx, hasta la calle 110, al sur, en los linderos de Central Park. La
Séptima Avenida (conocida en la actualidad como el Boulevard de Adam Clayton
Powell), atravesada perpendicularmente por la calle 125 (hoy renombrada
Boulevard del Dr. Martin Luther King) y la Avenida Lenox (el actual Malcolm X
Boulevard) son el centro de Harlem, la encrucijada de la América negra.
La
América urbana es consecuencia del deseo de fortuna y el sentido bíblico de
peregrinación que desde sus orígenes ha acompañado la historia del pueblo norteamericano.
En 1905 se produjo un desplazamiento masivo de gente afroestadounidense
–movimiento que ha cosechado el apelativo de «La Gran Migración Negra»- desde
los estados meridionales hacia las zonas más industrializadas del país, en
parte en una huida desesperada del racismo y en parte a la búsqueda de trabajo
en las pujantes ciudades industriales. Entre los años 1920 y 1930, el Centro y
el Oeste de Harlem se convirtieron en el foco del «Renacimiento de Harlem», una
efusión del quehacer artístico sin precedentes en la comunidad negro americana.
Sin embargo, con la pérdida de empleos en la época de la Gran Depresión y la
desindustrialización de la ciudad de Nueva York después de la Segunda Guerra
Mundial, las tasas de delincuencia y pobreza alcanzaron cotas importantes en el
Harlem de aquellos tiempos.
Es
ahí, en ese Harlem empobrecido y vicioso, donde Himes encontró el vehículo
ideal para sus particulares dones. El clima de desconfianza, temor y violencia,
tan patentes en el corazón de la novela de detectives, refleja los sentimientos
del propio Himes respecto del individuo negro de la sociedad americana.
Sepulturero y Ataúd Ed, hombres despiadados, suplantaron la pasividad de los
anteriores protagonistas de sus novelas. Su Harlem, el Harlem de Himes, es un
Harlem mental, una realización completa de sensaciones, reflexiones e instintos:
el corazón de la América negra. En las nueve novelas del ciclo «Harlem» su
narrativa pasó del descubrimiento a la acción; de lo puramente representativo a
una especie de poesía épica.
Con
una voz singular, una exacta economía de imágenes y descripciones, la grotesca
adecuación de sus caracterizaciones y una
velocidad desmedida en sus relatos, las novelas de Himes son un continuo desfile de fotogramas que
recogen la vida y las pasiones de los negros menesterosos de su tiempo y lugar. Dormían en camas llenas de piojos, con
el cuerpo comprimido por huesos decrépitos, los músculos doloridos y los
pulmones tuberculosos. Las ratas holgazaneaban por los pasadizos y las cucarachas
se arrastraban por los sumideros de las cocinas y por las sobras de la comida.
Las moscas, dormidas, formaban masas informes como las abejas e hibernan en los
marcos de las ventanas. Chinches, gordas y saciadas de sangre, explotaban la
piel negra. Pulgas, perros y gatos dormían juntos sobre mugrientas esteras. Retretes
obstruidos por inmundicias presidían las casas de techos desconchados de yeso y
paredes quebradas de ladrillo. Éste era el Harlem de mediados del siglo pasado, el Harlem negro que
Chester Himes conoció.
Nueva
York se ha reinventado a sí misma a lo largo de la historia a costa de
redibujar constantemente su pasado. Aunque en el caso de Harlem lo único
perdurable sea la voluntad de cambio, el principio básico sobre el que se
sustenta la modernidad, «el renacimiento de Harlem» erigió los cimientos para
una revalidación integral de las energías culturales afroamericanas. Los
hombres y mujeres del renacimiento de Harlem pudieron fracasar en su momento,
pero acabaron convirtiendo su presente en su futuro.
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