Mi
infancia se desarrolló en una época donde los únicos medios de evasión de la
realidad existentes eran los tebeos, y en la que el cine era el espectáculo y
la diversión en el que todos y todas participaban. El patio de butacas, el
gallinero, el acomodador, las proyecciones de verano, el cine ambulante, aquellas
películas...
Fui
un niño imaginativo. Leo mucho. Me metí en la novela negra cuando tenía siete u
ocho años. Mis primeros recuerdos literarios -al margen de la historieta-, esos
retazos breves, atemporales..., más bien, imágenes aisladas, inconexas,
envueltas en la neblina de la lejanía, hacen referencia a las novelas de Agatha
Christie. Como todo niño de mi edad quería emular a mis héroes figurados. Por
desgracia, en la ciudad en la que crecí nadie estaba interesado en participar.
Mirando
hacia atrás, todavía no puedo entenderlo. ¿Qué tipo de persona es capaz de
perder su tiempo contemplando como una anciana pasa la tarde sentada en una
mecedora tejiendo una bufanda mientras trata de averiguar quién envenenó al
vicario de St. Mary Mead? Posiblemente alguien como yo.
Afortunadamente
un par de años después (y por el bien de la salud mental de mi padre cuyos
gustos literarios derivaban por otros derroteros) había descubierto que los
estadounidenses también escribían novela negra. Y lo hacían en escenarios
diferentes. Eran ruidosos. Eran temerarios. Los perfiles difuminados de sus
edificios, sus calles tortuosas y desiertas, sus antros tenebrosos, los coloridos
letreros de neón, el sonido de un coche policial, la sombra de una figura
solitaria que vaga en busca de un bar donde cobijarse, sus damas acicaladas de
armiño y aliñadas con lápiz labial de color sangre y el desgarrador grito
-elegíaco y gutural- de una cantante de color eran las candilejas con que
alumbraban sus historias. Ocurrió todo así..., puro encanto americano.
En
definitiva, no quise ser la señorita Marple nunca más. Aspiraba arrogarme la
piel de Philip Marlowe. O la de Sam Spade. Deseaba poder ser capaz de derrotar
a un malhechor de un golpe grávido y rotundo o decir algo ingenioso a las mismas
puertas de la muerte. Ambicionaba conducir un coche que ronroneara a lo largo
de las calles. Suspiraba poder sonreír y, asumiendo la personalidad de Spade,
con voz afable y dulce, espetarle a la Brigid O´Shaughnessy de turno aquellas
dantescas palabras: «Sí, voy a entregarte. Lo más probable es que te condenen a
cadena perpetua. Eso quiere decir que saldrás dentro de veinte años. Eres un
ángel. Yo te estaré esperando. Y si te cuelgan, te recordaré siempre.»
A
medida que los años han ido pasando y he buceado en las diversas escuelas de la
novela negra repartidas por todo el mundo, tengo cada vez más claro que los
límites entre sus singularidades se han ido difuminando. Hoy el mejor de los
escritores británicos de crimen puede ser considerado tan temerario y agresivo
como cualquier americano. Los escandinavos engendran actualmente noir tan duro que,
alegóricamente, puede ser utilizado para doblar herraduras.
No
siempre fue así. Las escuelas estadounidenses y británicas solían ser polos
opuestos. Ambas eran amenas, pero de una manera muy diferente. En la narrativa
británica, un crimen era una aberración. Era algo que alteraba el equilibrio de
las cosas y, como no, gravitaba sobre la gente malvada. El asesino se servía de
venenos complicados, de coartadas ingeniosas y de un número asombroso de artimañas.
Acontecía en casas señoriales dispuestas en bonitos pueblos rurales y era
resuelto por un personaje presuntuoso de la clase media que podía satisfacerlo
todo en el tiempo que se tarda en resolver un crucigrama u hornear unos bollos.
En
las novelas americanas, el crimen formaba parte de la vida misma. La gente
decente podía acabar con un agujero en sus entrañas con tanta facilidad como
alguien podrido hasta la médula, y el héroe que ordenaba las piezas tenía un regusto
por el whisky, una debilidad por las mujeres, y un suministro de réplicas
ingeniosas que iban más allá de lo medianamente aceptable para cualquier
individuo avezado en tales artes.
Como
cualquier adolescente, yo tenía claro lo que prefería. Admiraba la novela negra
británica tradicional y su complejidad, pero sus personajes parecían tan
unidimensionales y sus héroes tan insufriblemente ricos y engreídos que me
sentí inmediatamente atraído por un mundo donde los adalides podían manifestarse
en un momento y ser arrastrados por una lluvia de balas al día siguiente. Un
universo de cuchillos de hoja afilada y neumáticos rechinantes, de bares llenos
de humo y putas con medias de seda, rímel en los ojos y corazones de oro.
Actualmente
las diferencias entre ambas escuelas han aminorado. La escritura criminal
británica se ha alejado de aquellos cuentos acogedores junto a la chimenea y de
los insondables misterios en habitaciones cerradas. Hoy sus crímenes son brutales.
Son difíciles. Están posicionados en el mundo real y no hacen distinciones de
clase y género. El héroe y el villano no se reconocen a sí mismos unos a otros,
y las personas honradas e inocentes mueren de forma horrible.
La
corriente americana también ha cambiado. La docena de personajes que, en épocas
pasadas, era golpeada constantemente en cada novela por la desgracia se ha
reducido. El grado de corrupción policial no alcanza actualmente la disparatada
cota establecida por Nick Corey en «1280 almas». La tramitación y el costo de tiempo
para la resolución de un delito se han orientado en términos procedentes. Los
resultados de cualquier examen criminológico pueden tardar, a lo sumo, algunos
días en volver del laboratorio forense y son cada vez menos los alientos
humorísticos en las escenas de un crimen. No sé si es deliberado. Simplemente
todo parece ser cada vez un poco más creíble.
El
mundo es más pequeño desde los años 50. Sabemos más sobre otros países y sus
culturas y, también, sobre sus crímenes. Somos un crisol homogeneizado de
grandes corrupciones, miedos y nociones de justicia. Y todo ésto lo convierte
en un lugar muy interesante para leer la novela negra. Ha pasado una buena
cantidad de años y Brigid O´Shaughnessy sigue encerrada en las páginas de un
libro; sin embrago yo todavía recuerdo aquellas crueles palabras: «Sí, voy a entregarte...»
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario