BLANCO NOCTURNO Ricardo Piglia EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2010 |
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«Blanco
nocturno», publicada en 2010, es una propuesta narrativa reflexiva, seria y
bien lograda; es una invitación a contemplar, a través del caleidoscopio del relato
policial y la novela negra, todo un mundo de seres pervertidos, abyectos y sombríos
encadenados en una atmósfera amarga colmada de embusteras esperanzas.
Las
primeras páginas del libro son una avanzadilla de lo que promete ser un relato
típicamente policial, un relato que recoge ingredientes asociados a los
estereotipos narrativos consustanciales a esta clase de historietas. El motivo
que origina la narración es un crimen no resuelto cuya solución es competencia
de un policía local y su ayudante. «Soy de aquí –dijo de pronto el comisario
como si hubiera despertado- y conozco bien el pelaje de los gatos y no he visto
nunca uno que tuviera cinco patas, pero me puedo imaginar perfectamente la vida
de ese muchacho. Parecía venir de otro lado –dijo sosegado Croce-, pero no hay
otro lado. Miró a su ayudante, el joven inspector Saldías, que lo seguía a
todos lados y aprobaba sus conclusiones-. No hay otro lado, todos estamos en la
misma bolsa.» Sin embargo, unos capítulos más adelante, el relato comienza a eclipsarse,
pierde esa euritmia y tiesura científica que son inherentes a la novela
policial y, sin apenas darnos cuenta, de todo ello emerge una novela negra, complicada,
brutal y tenebrosa, en la que la resolución está asociada a métodos imaginativos
y sagaces en detrimento de aquellos más deductivos. Es a partir de ese momento,
-cuando los personajes embrutecen, adquieren la categoría de sospechosos y se sienten realmente amenazados-,
que el universo ficcional de «Blanco nocturno» se demuestra habitado por
sujetos sentenciados, adulterados y fuera de lugar, envueltos todos ellos en un
investigación inagotable. Al final son «las percepciones íntimas» del viejo
Croce, -un hombre legendario, muy querido por todos, una especie de consultor
general, «un poco tocado», según dicen algunos, capaz de ver cosas que los
demás mortales no pueden ver, según aseguran todos-, quienes conducen al
desenlace del misterio.
El
relato está estructurado en torno a dos itinerarios narrativos claramente
diferenciados, sobre los que gravita toda la disposición argumental: uno primero
rastrea la misteriosa muerte de Tony Durán y las murmuraciones, versiones y
conjeturas que ésta despierta en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos
Aires –literalmente: «tanto en las casas, como en el Club Social o en el
almacén de los hermanos Madariaga»-, y otro segundo gestiona las miserias de la
familia Belladona y la relación que Tony sostiene con las hermanas Ada y Sofía.
«Tony Durán era un aventurero y un jugador profesional y vio la oportunidad de
ganar la apuesta máxima cuando tropezó con las hermanas Belladona». Tony tenía
clase y habilidad para seducir a las mujeres. Siempre las contradecía y las
toreaba, sin dejar de tratarlas con una caballerosidad heredada de sus abuelos
españoles. Hasta que una noche, a principios de diciembre de 1971, en Atlantic
City, conoce a las mellizas argentinas. A partir de aquí, estas dos historias
confluyen, rivalizan y terminan uniéndose en la construcción de un espacio
ficcional donde todas las aspiraciones personales terminan por hundirse en el infortunio
o en el desinterés más absoluto.
Los
espacios en «Blanco nocturno» adquieren un valor sustancial tanto en la transmutación
de los personajes como en el tránsito de la narración desde sus inicios como relato
policial a su madurez ulterior como novela negra. Una atmósfera desagradable y opresiva
se manifiesta de forma ostensible y persistente sobre los tres lugares en que
se desarrolla la acción de la novela. Lugares que contemplan un pequeño pueblo
al sur de la provincia de Buenos Aires; un lugar fundado al azar, sin ninguna condición
de genealogía; un campo desierto que tuvo el atributo de fortín militar y
asentamiento de tropas en la época de la guerra contra el indio; un caserío
situado a orilla de las vías del tren, junto a un ramal; un pueblo anónimo, sin
vida, embrutecido por el aburrimiento y el vacío. «Las viviendas y las casas se
alzan divididas en capas sociales. Los pobladores principales viven en lo alto
de las lomas; a continuación, en una franja de ocho cuadras, está el llamado
centro histórico, con la plaza, la municipalidad, la iglesia y la calle
principal con los negocios y las casas de dos pisos; por fin, al otro lado de
las vías del ferrocarril, están los barrios bajos donde vive y muere la mitad
más oscura de la población.» Otra buena parte de la acción se desarrolla en la
fábrica de la familia Belladona, en la que vive aislado Luca, el menor de los hijos
varones del ingeniero Cayetano Belladona. «A lo lejos, en la línea del
horizonte, como una sombra en la llanura, estaba el alto edificio de la fábrica
con su faro intermitente que barría la noche; desde los techos una ráfaga de
luz giraba alumbrando la pampa. Los cuatreros se guiaban por ese resplandor
blanco cuando alzaban una tropilla antes del alba. Había habido quejas y
demandas de los ganaderos de la zona.» El edificio es un caserón abandonado,
sobre el que gravita el espíritu del hundimiento y la expropiación. «Luca se
endeudó, hipotecó la planta, pero no dejó que le vendieran la fábrica. Levantó
la quiebra, empezó a hacer lo que podía hacer...». Los departamentos destrozados
y abandonados, los lóbregos pasadizos y el aislamiento de la fábrica no son más
que otra manera de ver la gravedad de los problemas existenciales que castigan
la vida de los personajes. El contraste de la luz que se filtra por las descerrajadas
ventanas con la oscuridad que invade todo el edificio es indicativo del
ambiente aciago que preside todo tipo de iniciativa humana. Y un tercer escenario
aglutina las dependencias de un manicomio, ¡tal como suena!, -estos pueblos
pueden no tener escuela, pero siempre tienen un manicomio-, donde cada tanto se
retira Croce para pasar un tiempo descansando, como si de un hotel en las
montañas se tratara. El recinto está ocupado por dos internos varones tan disparatados
como él y, tan inofensivos allí adentro como agresivos y vidriosos pudieran serlo
de haberlos tropezado afuera. «El manicomio estaba lejos del pueblo y ocupaba
una construcción circular que en su origen había sido un convento. Se veía
aislado, al final del camino que llevaba a las barrancas, cerca de la laguna y
de los campos sembrados del oeste. Un muro de piedra con vidrios rotos en la
parte superior y una alta puerta de hierro con lanzas se alzaban sobre la loma,
como un espejismo en el desierto.» El manicomio es una insinuación de lo
disparatado que llega a ser el ostracismo y la mortificación a que son
sometidos ciertos seres alocados e íntegros por el simple hecho de perseguir la
verdad y la justicia.
«Blanco
nocturno» es una obra repleta de alegorías. El Nautilus -máquina aérea
inventada por Luca Belladona, es una construcción cónica, de seis metros de
alto, de acero acanalado, sostenida sobre cuatro patas hidráulicas y pintada
con pintura antióxido de color ladrillo oscuro- simboliza las grandes ilusiones
y el trágico final al que se ven sometidos los protagonistas. Precisamente esta
imagen de falsas esperanzas y violencia gratuita es la que sobrevive en la
mente del lector al concluir la novela.
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