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Con
la ingenua frase -«A eso del mediodía me arrojaron del camión de heno»- James
M. Cain aprovechó la redacción de «El cartero siempre llama dos veces» para
trazar en la arena una línea de separación entre lo que, por entonces, se consideraba
ficción negra y lo que representaba cualquier otro género literario. A diferencia
de lo que aportaban relatos anteriores «El cartero siempre llama dos veces» impuso
una voz populista y salvaje allí donde reinaba la sensibilidad cultural más
elevada. ¡Nada se puede considerar más americano! Cain es una figura importante
en el panteón de la ficción estadounidense, panteón que incluye a escritores de
la talla de F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y John Steinbeck así como a
William Faulkner, Henry Miller y Thomas Pynchon. El de mayor éxito comercial,
Cain, también fue espiritualmente el más sombrío, aquel a quien la búsqueda de
su vocación tardía sacó de las profundidades de la depresión después de una
carrera irregular como periodista. «El cartero siempre llama dos veces» (1934)
fue una sensación y un escándalo en su época, posiblemente en éso compartió galones
con la polémica que generó «Las uvas de la ira» (1939); Tom Joad pudo haber viajado
también en ese camión de heno, pero fue a Frank Chambers a quien arrojaron
fuera.
Frank
conoció a Cora en la fonda “Los Robles Gemelos”; una de las tantas que colmaban
la California profunda de aquellos tiempos; una de ésas que contaba a un
costado con una estación de servicio y media docena de cobertizos que servían
de estacionamiento. «Tenía una mirada hosca, y los labios salidos de un modo
que me dieron ganas de aplastárselos con los míos» fue la primera impresión de
un Chambers subyugado por el atractivo irreal de Cora. No nos situemos en un
escalón tan superior como para arrogarnos el derecho de argüir que lo que Frank
y Cora sentían no era amor. Era el único amor que tenía sentido para ellos; era
un amor incendiario; un sentimiento capaz de hacer valer el lenguaje del asesinato una vez agotado el
lenguaje del deseo. Cuando Frank y Cora prescindieron violentamente del marido
de ésta, se vieron invadidos por una furia erótica, un deseo incontrolado del
uno por el otro. Mientras Cora lloraba a los pies del cadáver de su esposo, los
instintos animales de Frank se encontraban a flor de piel, sentía la lengua
hinchada dentro de la boca y la sangre le latía en las sienes. «Empecé a
rasgarle la blusa y a arrancarle los botones, para que pareciese maltrecha.
Ella me miraba y sus ojos no parecían azules, sino negros. Podía sentir su
respiración agitada. De pronto se inclinó hacia mí. ¡Desgárramela! ¡Desgárramela!
Lo hice. Introduje una mano bajo su blusa y di un tirón. El cuerpo de Cora
quedó al descubierto desde el cuello hasta el vientre.» Incluso los compañeros que más renegaban de
Cain se sorprendieron. Raymond Chandler, inmerso en problemas de suicidio y
despedido por embriaguez de su trabajo como ejecutivo de nivel medio en el
negocio del petróleo, que se encontraba en esos momentos terminando la
adaptación cinematográfica de «El sueño eterno», hizo un aparte en sus
quehaceres y llegó a comentar: «Siempre me irritó que me comparan con Cain. Cain
es un escritor que me disgusta especialmente.»
Cain
era un enamorado de la ópera hasta el punto de llegar a plantearse el debutar
como cantante profesional. Cuando ese sueño se frustró, se alejó de la música
tanto como pudo. En el momento en que escribió «El cartero siempre llama dos
veces» se encontraba en Los Ángeles, después de haber huido de su ciudad natal
en la costa este. Allí trabajó durante un tiempo como editor del «The New
Yorker». En 1932 firmó con «Paramount
Pictures» como guionista, pero pronto chocó con la burocracia de los estudios y
los productores que reescribían sus textos sin la más mínima consideración a su
trabajo. Sin embargo Hollywood
fue para él solo un eufemismo; Los Ángeles era su hábitat natural. En aquellos
momentos Los Ángeles era un enjambre de desamparados, desencantados y embrutecidos,
entre los cuales se encontraban los prófugos del holocausto hitleriano. Cuando el interés de Hollywood derivó de sus
guiones a sus novelas, la ironía no le pasó desapercibida. Hollywood respondió
con adaptaciones casi instantáneos de tres de sus narraciones, entre ellas «El
cartero siempre llama dos veces», una década y media después de su publicación.
Para entonces la Segunda Guerra Mundial
acababa de terminar, y América se encontraba sumida en la confusión
moral generada por películas noirs tales como «Retorno al pasado», «Gilda», «El
desvío», «Criss Cross», «En un lugar solitario» y la definitiva «Perdición»,
basada en su segunda novela. Pero
mientras que las convenciones morales de la década de 1940, finalmente
permitieron la química de John Garfield y Lana Turner como Frank y Cora, la
gloriosa expresión: «¡Desgárramela! ¡Desgárramela!» no tenía ni la más remota
posibilidad de ser aceptada.
Durante
un tiempo Frank y Cora parecían haberse salido con la suya. Y aunque «el
cartero» ya les había dado su primer aviso no pudieron alejarse de su propia
podredumbre: «Mira, Frank: nosotros no somos más que dos despojos. Dios nos
besó en la frente y nos dio todo lo que dos personas pueden tener en esta vida.
Pero no éramos de la pasta de los que pueden tenerlo. Teníamos todo ese amor y
no supimos defenderlo. El amor es como un poderoso motor de avión, con el cual
uno puede volar hasta lo más alto de la montaña; pero si ese motor, en lugar de
colocarlo en un avión, lo pones en un Ford, lo despedaza en unos segundos. Y
nosotros no somos más que eso, Frank: un par de Fords. Dios se estará riendo de
nosotros desde allá arriba.» Por
última vez, Frank y Cora se devoraron entre sí. «Empecé a arrancarle la blusa.
¡Arráncamela, Frank! ¡Arráncamela como aquella noche!» Pero, ¡oh! curiosa
fortuna, el diablo jugó muy bien sus cartas en ese momento y Cora quedó
embarazada. Como otros tantos nihilistas profesos, Cain era un moralista después
de todo, y «Dios» y «podredumbre» son sólo otros nombres con que bautizar al «destino».
«Estábamos a unos tres kilómetros de Santa Mónica, ciudad en la que había un
hospital. A toda marcha alcancé un camión. Toqué la bocina lo más fuerte que
pude, pero siguió por el centro del camino... Desvié hacia la derecha y aceleré
a fondo. No había visto la cañería. Oí un espantoso estruendo y después no supe
nada más. Cuando recuperé el conocimiento me encontré encajado al lado del
volante, de espaldas al frente del coche... Oí algo espantoso que me hizo
gemir. Era la sangre de Cora que goteaba sobre el capot, a donde su cuerpo
había ido a parar después de atravesar el parabrisas... estaba muerta.» El
cartero llamaba de nuevo a las puertas del infierno; ¡nunca deja de llamar
hasta que alguien responde!
James
M. Cain salió de Los Ángeles a finales de 1940 y su ficción nunca volvió a ser
la misma. La causa de ello no radicó
en el hecho de que él perteneciera a Los
Ángeles; en realidad Los Ángeles era una ciudad para las personas que no
pertenecían a ninguna parte. Por supuesto siguió manteniendo las mismas
ambiciones y delirios de cualquier autor serio. Sus libros experimentaron los
caprichos del comportamiento humano con tanta seguridad como los probaron Frank
y Cora. Incluso, cuando sus novelas aspiraron -como sucedió con «Mildred Pierce»-
a un estatus más dinámico, se pudo constatar como en el tiempo que empleó Herbert
Pierce -marido de Mildred- en rastrillar las hojas de los árboles de su jardín de
Glendale, en el capítulo inicial, Frank y Cora ya se habían conocido, almorzado,
razonado y dado los primeros pasos hacia una sesión de sexo frenético. Cain
siempre fue consciente de esta desigualdad. No obstante, Hollywood hizo una ficción noir de «Mildred Pierce»,
apoderándose de su hija Veda -el descendiente más horrible de la literatura
moderna- y obligándola, en contra de los postulados de la propia novela, a
cometer el asesinato de Monty Beragon. Por mucho que Cain estuviera
fuera de lugar cuando se fue de Los Angeles, su literatura siempre mantuvo ese
ambiente sórdido que la caracterizó. En 1977 James M. Cain desapareció de la
escena literaria estadounidense, de la que fue maestro indiscutible, pero sus
obras siguieron poseyendo a lo largo de los tiempos la frescura de antaño.
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