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EL PERRO DE TERRACOTA ( IL cane di terracotta) Andrea Camilleri TRADUCCIÓN: María Antonia Menini Pagès EDICIONES SALAMANDRA, S. A. |
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Camilleri nació en 1925 en Porto Empédocle,
en la provincia de Agrigento, al sur de Italia. Llegó tarde éste gran maestro
de la novela negra a la escritura, pues publicó su primer libro a la edad de 53
años. Antes de éso había sido miembro del Partido Comunista y ejercido como
profesor y director de teatro. También fue productor de televisión. Entre sus
publicaciones se cuentan ensayos, crónicas y narraciones ambientadas en la
Sicilia de finales del siglo XIX. Durante más de tres décadas ha trabajado en
Roma, donde en la actualidad vive con su esposa.
«El perro de terracota» es la segunda entrega
de la excelente serie de novelas salidas de la pluma de Andrea Camilleri y
protagonizadas por el melancólico inspector siciliano Salvo Montalbano. Personaje
peculiar donde los haya, Montalbano es un funcionario celoso, representante de la
Policía estatal, respetuoso con la ley, (ley que no duda en violar cuando sus
casos lo requieren; no es de extrañar, por ello, que esta falta de ortodoxia
con la legalidad le acarree no pocos problemas con sus superiores), lector
voraz y gran amante de la gastronomía y de su propia tierra siciliana. Trabaja
en la pequeña localidad de Vigàta, en la provincia de Montelusa, nombres éstos
de invención, que supuestamente corresponden con la localidad de Porto Empédocle,
-lugar de nacimiento de Camilleri-, en la provincia de Agrigento.
«El perro de terracota» comienza con una
llamada telefónica de uno de los viejos amigos de Montalbano, Gegè Gullotta, -un
pequeño camello de la droga blanda, organizador de un burdel al aire libre
conocido como «el aprisco»-, que le propone una reunión con un mafioso local apellidado
«Tano el Griego». De forma insólita y un tanto estrambótica, Tano quiere
organizar su propia captura por «motivos de salud». Como él mismo señala ha
llegado el momento de hacerse a un lado antes de que una nueva generación de
criminales lo deje muerto en una zanja. «Los tiempos cambian y la rueda gira
muy rápido», alega Tano. Por tanto, ambos urden una estratagema en la que «El
Griego» es detenido tras un heroico tiroteo en una casucha situada en lo alto
de una montaña y rodeada de olivos gigantescos.
Diversas son las tramas que surcan las
páginas de este libro. Un robo absurdo en un supermercado culmina con la
aparición al día siguiente, en una gasolinera, de un camión con el total de la
mercancía robada; un inútil accidente de tráfico, supuestamente fortuito, degenera
en la muerte de un fascista recalcitrante y entrado en años, en proceso de
informar a Montalbano sobre el robo al supermercado; un depósito de armas es rescatado
de la «cueva de Alí Babá», cuidadosamente protegida por una enorme laja de
piedra de forma rectangular que parece formar un solo cuerpo con el peñasco que
la protege. Y por si esto fuera poco, el inspector descubre un extraño cuadro
en la trastienda de la cueva, un antro que ha permanecido sellado durante una
ingente cantidad de años: los cuerpos entrelazados de un hombre y una mujer,
aparentemente custodiados por un enigmático perro de terracota que no les quita
los ojos de encima y acompañados de un cuenco repleto de monedas de la época y una
jarra de agua. Ambos cuerpos parecen haber exhalado el último suspiro hace más
de cincuenta años, y no es de extrañar que Montalbano sienta deseos de
averiguar su identidad, por qué aparecen sellados en la cueva y cuál es el
significado de los objetos que los acompañan.
Son los personajes los que hacen este libro,
especialmente Montalbano. En un determinado momento, él llega a definirse a sí
mismo como un cazador solitario: «El caso es que, con el tiempo, me he
convertido en una especie de cazador solitario, perdóname la chorrada que
quizás no es acertada, porque me gusta cazar
con los demás, pero quiero ser yo el que organice la cacería. Para que
mi cerebro funcione debidamente, ésta es la condición indispensable. Una
observación inteligente de otra persona me desanima, me puede descolocar a lo
largo de todo un día y hacer que ni yo mismo consiga seguir el hilo de mis
razonamientos.» Cuenta Montalbano con un elenco de subordinados a cual más
peculiar. Él los conduce con un temperamento alocado, pero lo contrario también es cierto; algunos de
ellos no están muy cuerdos que digamos. Por la oficina se ha dejado caer últimamente
un tal Catarella, un sujeto corto de entendederas y lento de reflejos, que ha
ingresado en el cuerpo de policía por ser pariente lejano de un individuo que
ha sabido estrechar vínculos con los nuevos poderosos del país. El tal Catarella,
hilarante lingüísticamente, habla una jerga extraña que él llama “tàliano” y
que enreda las palabras hasta el punto de hacerlas ininteligibles.
A Montalbano, como a todo buen siciliano, le
encanta la buena comida y aprecia la cocina, no en vano está asistido por un
ama de casa que no regatea una gollería a la hora de prepararle exquisitos
platos. No nos encontramos demasiado lejos de la verdad si pensamos que
Montalbano degusta sus casos criminales como degusta su comida; cada detalle lo
saborea de forma individual hasta que le entra de lleno al plato, cual torero
al toro.
Es indiscutible que en la obra de Camilleri
tiene un valor sobresaliente el dominio de la ambientación, la evocación del
lugar, la Sicilia contemporánea devorada por problemas como la Mafia y la
apatía, pero preocupada a la vez por nuevos desafíos como la inmigración y las
mafias del Este. La verdadera Sicilia vive en las páginas de sus novelas. Sus
olores, sus gustos y sobre todo su lenguaje. Sus diálogos, los diálogos de
Camilleri, son ricos, aunque con un ritmo algo acelerado que siempre cumple con
el propósito de hacer progresar sus espesas tramas. En «El perro de terracota»
se echa de menos la belleza textual, que queda enterrada bajo el trepidante
ritmo de la narración, pero es en la trama donde se encuentra la perfección de
la que carece su estilo.
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