SYLVIA (Sylvia) Howard Fast TRADUCCIÓN: José Luis Piquero NAVONA EDITORIAL
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En
1959, la lista negra creada por J. Edgar Hoover y el Comité de Actividades
Antiamericanas aún seguía en vigor. En ella se incluía el nombre de Howard Fast. En 1951, Howard Hoover, como máximo
responsable del FBI emitió una orden para que cualquier acuerdo editorial con
el escritor fuese considerado colaboración con el enemigo, orden que los
editores acataron. Así que Fast, que acababa de terminar “Espartaco”, publicó la
novela sufragando los gastos de su
propio bolsillo. La suerte o -para ser más objetivos- la calidad de la obra
superó todas las expectativas y la novela llegó a vender más de cuarenta mil
ejemplares. «Pero allí fuera, en el mundo real, seguía estando la lista negra,
y he aquí a un hombre que tenía que escribir. Era mi carne, mi agua y mi vino;
o escribía o no podía vivir. No había
manera de apagar mis pensamientos y evitar que las historias nacieran.» Y fue así como nació Sylvia...
Sylvia
es una obra que trata de de aprovechar las constantes del relato criminal para
construir una narración más cercana al melodrama, en la que su autor introduce
no pocos apuntes sobre su persecución ideológica. Una narración en la que el
autor consigue con éxito convertir el tormento de Sylvia en la angustia de
Macklin. ¿Pero quienes son Sylvia y Alan Macklin?, se preguntarán ustedes.
Vayamos por partes...
Frederick
Sommers, un rico hombre de negocios de Los Ángeles, contrata a Alan Macklin -investigador
privado y aspirante a profesor de historia antigua- para que le resuelva un
problema insólito: quiere conocer la verdadera identidad de Sylvia West, su
novia, con la que piensa contraer matrimonio. Su única condición es que nunca
podrá acercarse a la mujer; todo lo que encuentre debe provenir de archivos,
conocidos y huellas conservadas en el tiempo. Guarecido tras los datos y sin
hacer uso de arma de fuego alguna, Macklin repasa las fotos de Sylvia West -la
mujer a la que debe investigar- y siente en su mirada abrasadora esa ardentía que
solo proyectan las personas heridas. La búsqueda de la verdadera identidad de
Sylvia es, quizás, el caso más duro que se le haya presentado a lo largo de
toda su carrera: rastrear el pasado sombrío de una mujer hermosa a la que nunca
ha conocido -autora de un libro de poemas- a partir de unas pocas líneas
escritas en una tarjeta, un rostro en unas fotos y una historia falsa sobre su
vida a cuestas. Las condiciones económicas que le ofrece Summers para que
investigue el pasado de Sylvia son tan tentadoras para el raído bolsillo de
Macklin que, despreciando la fría objetividad que tiene sobre sí mismo, se
embarca en una mezquina aventura cuyo fin parece incierto. Con los gastos
pagados sin limitaciones, comienza su periplo de búsqueda siguiendo las desperdigadas
huellas que ha dejado Sylvia por el país. A partir de los esclarecidos
pensamientos de un profesor de inglés, una auténtica autoridad en poesía
moderna, cuya vida transcurre dedicada por entero a su esposa, a sus seis hijos
y a todo un mundo repleto de literatura, la ruta de Macklin se hace más y más
sórdida y extrañamente ambigua. Y
siguiendo las huellas de miseria y dolor que la muchacha ha dejado tras de sí, viaja a Pittsburgh,
El Paso, Nueva York y Los Ángeles. Es un viaje a través de la naturaleza de
diferentes personajes; un viaje que responde a un laberinto de complejidades,
sujetas todas ellas a ansiedades que surgen de la triste realidad de sus vidas.
Y cuando Macklin pregunta por Sylvia la respuesta de cada una de estas personas
es “Sí... recuerdo a Sylvia, señor Macklin. La recuerdo muy bien. No creo que
la olvide nunca.”. Sin embargo, cuando los oscuros secretos de su vida
comienzan a aflorar, la sutil belleza de Sylvia hace estragos en la
personalidad de Alan. Y el investigador se da de frente con un obstáculo con el
que no había contado...
Fast,
sin duda, fue un escritor curtido en el oficio, uno de ésos que sabían
construir argumentos a medida y fabricar arquetipos allí donde otros solo
encontraban vacío. En “Sylvia”, Fast, recrea a una mujer enigmática, alta,
hermosa, de pelo oscuro como la noche, negro como ala de cuervo, y refiere cada
instante de su vida -con una mezcla de entereza y lástima- a través de imágenes
que desprenden una piedad que incomoda. La vida de Sylvia está acompañada de todo
un repertorio de granujas, sinvergüenzas, pederastas y fulleros que conmovieron
su pubescencia sin otra razón que saciar la sed de sus sentidos. Gente sin
remordimientos, gente que hace renegar de la condición humana, y que aduce como
pretexto para eludir responsabilidades que hay que vivir, como si eso fuese
motivo suficiente para arrogarse un apaleamiento, una violación o cualquier
otro tipo de desafuero. Cada lugar de la geografía americana que visita Macklin
en su recorrido por el pasado de “Sylvia” tiene el efecto de una paliza, -es
como si le patearan el estómago y la cabeza varias veces-, es un peregrinaje desesperante
e inacabable por lo más bajo de la condición humana, es un padecimiento que el
investigador trata de aplacar con la bebida o con pasajeros amoríos, con cualquier
bálsamo que le sirva para aturdir y confundir los sentidos.
No
espere usted encontrar en “Sylvia” asesinatos, sangre o cadáveres despellejados.
No espere, asimismo, escapar de una agonía similar a la que experimentaría si
examinase una escena en la que los crímenes se suceden uno detrás de otro. Cada
página de “Sylvia” se asemeja al acto vandálico de la profanación de un fallecido,
al resentimiento que experimenta aquél que se solaza hurgando en la miseria de
otros. Cuanto más rastrea el investigador en la vida del personaje, más sucio y
desagradable le resulta su trabajo y siente que su compasión se agota por
momentos, que ya no le queda ni una sola gota de conmiseración ni para él ni
para nadie más. No solo porque experimenta haber alcanzado un estado enfermizo
de enamoramiento de una mujer a la que siquiera conoce, sino también porque
teme la realidad que se está apoderando de él. Una realidad que, en sus
ensoñaciones, adopta una forma corpórea de tan pocos escrúpulos como esa pléyade
degradada de sinvergüenzas -envilecidos y repudiados- que puebla las páginas de
la novela. Una experiencia que no le gusta en absoluto. Un estado abyecto que le
equipara a aquellos infames personajes que emprendieron la caza de brujas con
sus semejantes para aislar a los que no pensaban de la misma manera. En esta
dirección la ficción se da la mano con la realidad.
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