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Spring Street |
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El sol se
desliza tranquilo hacia el mar, dejando atrás una neblina de espliego, y una
brisa tardía se agita en la copa de las palmeras. El anochecer surge
repentino. Una profunda sombra cae sobre el valle, y la ciudad se redefine
en una vasta y sobrenatural cortina de luces. Una enorme alfombra dorada,
jaspeada con pinceladas brillantes de rojo, verde y azul morado bizquea
plácidamente en la distancia. Un atardecer en Los Ángeles. Un atardecer en el
paraíso.
Raymond
Chandler, un alma inocente y sensiblera, debió sentir nostalgia
del paraíso cuando llegó por primera vez a esta costa del Pacífico, allá por 1912.
En aquellos tiempos la ciudad era un lugar grato y apacible. Chandler tenía por
entonces 24 años y era un ex empleado del Almirantazgo británico, un refugiado
de los tétricos suburbios del sur de Londres, un poeta emotivo y un crítico de
libros sin reconocimiento. Al igual que muchos peregrinos que llegaron a
California por ese entonces, esperaba que el estigma del lugar le cambiara la
vida.
Pero los
lectores de las novelas de detectives saben de primera mano que la ciudad de
Los Ángeles en la época de Chandler no era precisamente un paraíso. Era un
lugar pobre, inmoral, un refugio de tunantes, un espejismo de lo prosopopéyico. Cuando
Chandler comenzó a escribir en la década de los treinta, su encuentro con la
ciudad le produjo un mal sabor de boca. Y esa mala sensación la reflejó en
todas sus novelas. Fue precisamente en la corrupción y banalidad con la que se
topó en la que halló el germen de su poder distintivo como escritor.
No hay que adentrarse mucho en los renglones de
"The Big Sleep", para trabar contacto con ese mal acerbo que Chandler
atribuyó a su entorno. Un millonario consumido y enfermizo, el general
Sternwood, convoca a Marlowe a su mansión en Hollywood Hills, y allí coinciden
en un sofocante invernadero: “El aire era denso, húmedo, lleno de vapor y
perfumado con el empalagoso olor de orquídeas tropicales en plena floración.
Las paredes y el techo de cristal estaban muy empañados, y grandes gotas de
humedad caían ruidosamente sobre las plantas. La luz tenía un color verdoso
irreal, como luz filtrada a través de un acuario. Las plantas lo llenaban todo,
un verdadero bosque, con desagradables hojas carnosas y tallos como dedos
muertos recién lavados. Y olían de manera tan agobiante como alcohol en
ebullición debajo de una manta.”
El
invernadero es una magnífica alegoría de Los Ángeles en miniatura, un rincón
verde obligado a sobrevivir bajo un clima sofocante y trucado y un abono postizo
y de importación. Los Ángeles de comienzos de siglo es una ciudad ligada a sus
espacios y paisajes pero también a una cultura urbana donde los individuos se
pierden en la inmensidad. Un paraíso de gente abandonada entre la abundancia
cicatera y la miseria arribista. “Ahora tenemos personajes como este Steelgrave
que son dueños de restaurantes. Tenemos tipos como ese gordo que me chilló
antes. Hay dinero a espuertas, pistoleros, comisionistas, chicos en busca de
dinero fácil, maleantes de Nueva York, Chicago y Detroit… y hasta de Cleveland.
Esa gente es dueña de los restaurantes de moda, de los clubes nocturnos, de los
hoteles y de las casas de apartamentos. Y en esas casas vive toda clase de
timadores, bandidos y aventureras. Putas de superlujo, decoradores mariquitas,
diseñadoras lesbianas, toda la chusma de una ciudad grande y despiadada, con
menos personalidad que un vaso de papel. En las urbanizaciones elegantes, el
querido papá lee la crónica de deportes delante de un ventanal, con los zapatos
quitados, convencido de que es un tío con clase porque posee un garaje para
tres coches. Mamá está delante de su tocador de princesa, intentando disimular
con maquillaje las bolsas que tiene debajo de los ojos. Y el hijo del alma está
pegado al teléfono llamando a una serie de colegialas que no saben hablar, pero
que llevan la polvera llena de preservativos.”
Philip
Marlowe trabajó en el sexto piso de un edificio sito en el cruce de Cahuenga
Avenue y Hollywood Boulevard -hoy Raymond Chandler Square-, tras
la puerta desvencijada de una oficina de mala muerte. “Al otro extremo de un
pasillo moderadamente cochambroso, en uno de esos edificios que eran nuevos por
la época en que los cuartos de baño alicatados se convirtieron en la base de la
civilización.”. En el curso de sus investigaciones Marlowe transitó por muchos
pasillos como este. Números con nombres y números anónimos. Cubículos deshabitados
y otros que deseaban permanecer en el anonimato. Dentistas indoloros, agencias de picapleitos, fotógrafos de lo impostado
y hasta un fortuito herborista chino. Toda una serie pequeñas empresas enfermas
que se habían arrastrado hasta allí para morir.
Raymond Chandler y su mujer se
mudaron constantemente de una dirección a otra. En cierta ocasión, allá por
1941, Chandler le escribió a Erle Stanley Gardner: ¡Nos mudamos de nuevo! Los Ángeles ha cambiado mucho desde la
época de Chandler, cuando era solo un lugar seco y soleado con casas feas y sin
estilo, cuando la gente dormía en los porches y los lotes que se ofrecían a mil
cien dólares no tenían compradores. Pero aún hoy se puede conducir por Wilshire
hasta el océano, aún se puede husmear por los callejones y calles laterales de Hollywood,
y aún hoy los eucaliptos desprenden olor a gato cuando hace calor.
Hoy
Chandler apenas reconocería el
vecindario donde vivió por primera vez porque los edificios han sido demolidos
y vueltos a levantar. Pero la casa que habitó con Cissy, su esposa, en Silver
Lake todavía está allí. También se mantiene en pie su pequeño bungalow en
Pacific Paradises. Ahora, como entonces, estos barrios están bien cuidados y
los automóviles se mueven pausadamente de esquina a esquina, los perros aún ladran
en la distancia y el carbón aún flamea en los ocultos patios traseros. Aún se
respira, especialmente al caer la noche, ese aire de quietud y satisfacción que
Chandler encontró tan sugerente.
Los
Ángeles...“Era una de esas claras y brillantes mañanas que nos ofrece
California al principio de la primavera, antes de que se asiente la niebla
alta. Las lluvias ya han cesado. La tierra está aún verde, y desde el valle, al otro lado
de las colinas de Hollywood, se ve nieve en los montes más altos. Los peleteros
anuncian sus rebajas anuales. Los prostíbulos especializados en vírgenes de
dieciséis años están haciendo su agosto. Y en Beverly Hill empiezan a florecer
los jacarandas.”
Para cuando
escribió esas líneas de reminiscencia, en 1949, Chandler había abandonado ya
Los Ángeles por completo. "Una puta vieja y cansada" la llamó, y se
mudó a una ciudad costera más agradable y menos interesante, La
Jolla. Allí vivió sus últimos días, escribiendo solo dos novelas más antes
de morir en 1959.
La imagen
sombría y el eco siniestro de Los Ángeles que describió Chandler aún perdura,
mucho tiempo después del momento en que la naturaleza de la ciudad se le manifestó
por primera vez.
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Hollywood Boulevard
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