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jueves, 3 de agosto de 2023

DAVID GOODIS. MANUAL PARA PERDEDORES

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El hecho de que David Goodis no fuera un hombre muy sociable pudo deberse, en parte, al tipo de colectivos sobre los que escribió. Sus personajes tendían a vivir en el lado equivocado de la calle, a frecuentar barrios marginales y a ejercer oficios como el robo, si es que a esto se le puede llamar oficio. La sequedad de las novelas de Goodis proporcionó a los principales editores de la época una excusa para relegarlas, en su mayoría, a ediciones pulp, y su ficción casi había pasado al olvido cuando la Biblioteca de América se acordó de él en 1997. Ese año publicó una antología de novelas que habían servido de base al cine negro y en ellas se incluyó “Down There”, traducida al español como “Disparen sobre el pianista”, publicada en 1956, y que sirvió de base a la película de Francois Truffaut. Del mismo modo, la Biblioteca catalogó como “noir” otras cinco novelas de Goodis: “La luna en el arroyo”, “Dark Passage”, conocida aquí como “La senda tenebrosa”, “Calle sin retorno”, “El anochecer” y “The Burglar”. El rasgo distintivo de todas ellas era el convencimiento de que los humanos están seriamente dañados, incluso atrapados por su herencia y el medio que les rodea.

Nacido en 1917 en el seno de una familia judía, Goodis creció en un barrio de clase media de Filadelfia y se graduó en la Universidad de Temple, donde se especializó en periodismo. A pesar de su educación, una combinación de etnicidad y temperamento le permitió simpatizar con los trabajadores pobres, los injustamente acusados, los fugitivos y los criminales. El extravagantemente prolífico Goodis comenzó tecleando para publicaciones pulp, de las que cobraba por palabras, cada vez con un seudónimo distinto para no dejar rastro de su propio fracaso. Entretanto, tuvo su momento de gloria, incluida la publicación en tapa dura y la venta de derechos al cine. Después de que su novela de 1946 “Dark Passage” fuera comprada por la Warner Bross y llevada al celuloide con Humphrey Bogart en el papel de protagonista, Goodis se mudó a Hollywood, donde llegó a ganar semanalmente con sus guiones 2.000 dólares de la época. Fiestas glamurosas de las que quedaron algunas fotos con smoking, un casamiento tormentoso y el contrato con la Warner que nunca fue renovado, fue su cosecha de esa época. Esa misma novela, “Dark Passage” acusó Goodis, fue la base no reconocida del drama televisivo de la década de los 60, “El Fugitivo”, lo que le llevó a demandar a United Artist por daños y perjuicios. La demanda terminó en un acuerdo, pero para cuando este se confirmó ya Goodis había muerto de un derrame cerebral a los 49 años.

Regresar a su casa fue un fracaso del que nunca se recuperó, fue un fracaso que impregnaría sus novelas, publicadas llenas de erratas, sin ningún cuidado editorial, en papel barato. En ellas su propio fantasma se le asomó al espejo. Ciudades gélidas, personajes perdidos, que huyen a ninguna parte, sin deseos ni esperanzas. Goodis sabía tanto sobre desesperación y tristeza que su vida adquirió las connotaciones más negativas de sus personajes, convirtiéndose en un espectro que cada vez naufragaba más en arrecifes que no tuvieron la más mínima piedad de un genio demasiado olvidado.

En “Disparen sobre el pianista”, Eddie Webster Lynn, aferrado a su viejo piano, malvive tocando en un tugurio de mala muerte de Filadelfia. Tras de sí ha dejado una prometedora carrera como concertista, una preciosa esposa y una vida llena de proyectos e ilusiones. Los sucios callejones de la ciudad le han convertido en un ser vacío, mientras aún intenta huir de algo que truncó una existencia que jamás volverá.

Goodis es un novelista de una intensidad casi hipnótica que, a veces, puede llegar a ser divertido. En “La luna en el arroyo” de 1953, un matón con boca, algo no muy común, mantiene a raya a su volátil hijastra lanzando amenazas del calibre de “Habla de nuevo y te abofetearé tan fuerte que atravesarás la pared”. “La luna en el arroyo” pone al descubierto la tensión naturalista que acompaña la ficción de Goodis. El protagonista, William Kerrigan, de origen humilde, se resiste a lo que apunta a ser una apasionante historia de amor porque cree que una brecha demasiado grande lo separa de Loretta, una belleza de clase media que lo adora. Kerrigan se siente como si estuviera sentenciado a una vida de perspectivas limitadas, algo que tiene muchas trazas de ser verdad excepto porque el autor de este juicio de valor es el propio Kerrigan. Tan complejo es el retrato que hace Goodis del personaje, que al lector le cuesta decidir si la inclinación de Kerrigan al despreciar a Loretta refleja en verdad sabiduría o masoquismo.

En “Dark Passage” o “La senda tenebrosa”, como ustedes prefieran, Vincent Parry, un convicto injustamente acusado de asesinar a su esposa, escapa de prisión y es acogido por Irene Jansen, una rica socialité interesada en su caso, que se empeña en limpiar su nombre. Con la ayuda de un taxista, Parry consigue los servicios de un cirujano plástico y cambia de cara, lo que le permite esquivar a las autoridades y encontrar al verdadero asesino de su esposa.

Estas novelas de Goodis se encuentran en el extremo opuesto del espectro del subgénero de misterio acogedor. Sin embargo, la violencia a la que Goodis somete a sus personajes nunca es gratuita. En la historia más dolorosa de todas, “Calle sin retorno”, un famoso cantante pierde su medio de vida, su voz dorada, a manos de un par de matones que lo engañan a instancias del marido de la cantante con quien mantiene una aventura. Está en manos de la víctima detener la paliza, todo lo que tiene que hacer es prometer que nunca volverá a ver a su enamorada, pero, se niega a mentir. Su nombre es Whitey. Es tal el repaso que recibe que su cabello se vuelve blanco de la noche a la mañana. Whitey es un héroe prototípico del noir: un hombre que mantiene su integridad frente a personas para quienes la palabra no significa nada y paga un precio terrible por ello.

Un lustro después de su muerte las novelas de Goodis serían traducidas en Francia, captando la atención de Camus, Boris Vian y Sartre. En el 60, Francois Truffauf rodaría “Disparen sobre el pianista” y, en el 89, Samuel Fuller haría lo propio con “Calle sin retorno”. Demasiado tarde. Como el mismo Goodis escribiera en una de sus páginas “Hay personas que estén donde estén, y hagan lo que hagan, llevan consigo la mala suerte”. 

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lunes, 31 de julio de 2023

EL DESTRIPADOR DE HOLLYWOOD

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EL DESTRIPADOR DE HOLLYWOOD: 
CUANDO LA REALIDAD SUPERA A LA FICCIÓN

La estudiante de la escuela de moda y estríper a tiempo parcial Ashley Ellerin, de 22 años, vivía en un encantador bungalow amarillo en un vecindario justo detrás del famoso Grauman´s Chinese Theatre en Hollywood Boulevard. La noche del 21 de febrero de 2001, tenía pensado ir a una fiesta y con posterioridad acudir a la entrega de los premios Grammy. Pero no acudió... 

Su compañero de cita, Ashton Kutcher, en vista de que Ashley no daba señales de vida, se acercó a su casa. Las luces estaban encendidas y su BMW estacionado en el camino de entrada. Llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Cuando iba a irse, se asomó a una ventana y vio algo extraño, un rastro de manchas rojas en la alfombra que conducía a su dormitorio. Pensó simplemente que era vino derramado.

Este vino derramado, concluirán los fiscales con posterioridad, fue consecuencia de un brutal apuñalamiento y del trabajo minucioso de Michael Gargiulo, un asesino en serie cuyos crímenes abarcan dos estados y 15 años de laboriosa investigación. En Los Ángeles, Gargiulo se ha ganado por méritos propios el sobrenombre de “Destripador de Hollywood”.

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Ahora, más de 20 años después de que los fiscales certificaran que Gargiulo apuñaló a Ashley 47 veces (¡han oído bien, 47 veces!), en su dormitorio, ya ha sido juzgado y condenado a muerte. Ha sido sentenciado por dos cargos de asesinato y un cargo de intento de asesinato en un ataque de 2008 a una tercera mujer, que, según la policía, logró defenderse y conservar la vida. A miles de kilómetros de distancia, en el condado de Cook en Chicago, también se espera que Gargiulo, de 45 años, sea juzgado por la muerte a puñaladas en 1993 de una chica de 18 años, quien se cree fue su primera víctima.

Entre 1993 y 2008, se sospecha que Gargiulo se aprovechó de mujeres jóvenes y, usó su trabajo de reparador de aire acondicionado para acceder a sus hogares y emboscarlas en medio de la noche.

En el juicio que se celebró en mayo de 2021, los fiscales demostraron que, en todos los casos, Gargiulo vivía en el mismo vecindario que sus víctimas; en algunos de ellos, incluso, al otro lado de la calle. Durante 15 años estuvo observando, esperando la oportunidad para atacar a las mujeres con un cuchillo de carnicero.

La escalofriante saga de crímenes de Gargiulo comenzó en Glenview, en el estado de Illinois (Chicago), la mañana del 14 de agosto de 1993, cuando el padre de Tricia Pacaccio salió al porche con una taza de café y vio dos zapatillas blancas de tenis donde no debían estar. Se derrumbó cuando observó el resto de la imagen: su hija yacía sin vida y ensangrentada en el escalón de la puerta, todavía con las llaves de la casa en la mano.

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Durante años la policía tuvo dificultades para encontrar pruebas físicas o sospechosos prometedores para este crimen. Pero un nombre se repetía en sus investigaciones, el de Michael Gargiulo, que tenía por entonces 17 años y vivía al final de la calle.

Conocido por su mal carácter, Gargiulo salía con el hermano de Tricia y había estado en su casa en varias ocasiones. Pero después de la muerte de la Pacaccio su comportamiento comenzó a volverse extraño. Aunque no era un amigo cercano, comenzó a comprarle regalos a los padres de ella: flores para la Sra. Pacaccio, Diane, y una camiseta para su padre, Rick. Llegó incluso al extremo de culpar a un amigo del asesinato, cuando fue interrogado por la policía, pero luego se retractó.

La única acusación seria contra Gargiulo llegó una década después, en 2003, cuando la ciencia moderna pudo confirmar que el ADN detectado en las uñas de Tricia Pacaccio coincidía con el de Gargiulo. Por aquel entonces Ashey Ellerin ya llevaba más de dos años muerta.  

La policía cree que el asesino huyó a Los Ángeles allá por 1999, cuando se dio cuenta que las autoridades de Illinois lo estaban investigando muy de cerca por la muerte de la Pacaccio. Se mudó, ¡oh casualidad!, al mismo vecindario que Ellerin, y un día soleado se presentó mientras esta intentaba arreglar una llanta pinchada. Se ofreció a ayudarla, y aclaró que era reparador de aire acondicionado y calefacción, por si ella y su compañera de curso necesitaban hacer uso de sus servicios. Y ¡vaya si lo hicieron!

Cuanto más aparecía Gargiulo por cuestiones de mantenimiento, más amistoso se volvía con Ashley, tanto es así que se presentó sin previa invitación a una fiesta que ella había organizado. Al sujeto le gustaba emocionarla con sus historias, en su mayoría inventadas, de su vida glamorosa como boxeador profesional, de las películas en las que había actuado y de la ocasión en que se electrocutó en el trabajo. Incluso, ¡vaya desfachatez!, de como las autoridades de Chicago lo estaban investigando por un asesinato.

Mientras la policía de Los Ángeles investiga a Gargiulo sucede algo extraño. Sus compañeros de Chicago se interesan por si sus colegas de Los Ángeles pueden obtener ADN de un hombre de la zona llamado Michael Gargiulo, una persona de interés en el asesinato de Tricia Pacaccio. En ese momento se contrastan ambas historias y resulta que el tipo de ataque en ambos asesinatos había sido igual, el tipo de víctima similar, asimismo la forma y el método de ataque, todo parecía coincidir, de tal forma que la policía creía ya tener a su hombre.

Sin embargo, incluso cuando la muestra de ADN que la policía de Los Ángeles obtuvo de Gargiulo coincidía con el ADN encontrado en las uñas de Tricia Pacaccio, las autoridades de Chicago sintieron que no tenían pruebas suficientes para acusar a Gargiulo. Y dado que no existían evidencias físicas en la escena del crimen de Ellerin, tampoco se le podía acusar de este. La Oficina del Fiscal del estado del Condado de Cook alegó que era posible que el ADN de Gargiulo hubiera llegado a los dedos de Tricia de forma casual.

Entretanto, Gargiulo atacó brutalmente a dos mujeres más, matando a María Bruno, de 32 años, en el Monte, California, en 2005, e hiriendo gravemente a Michelle Murphy, de 27 años, en Santa Mónica en 2008. Ambas fueron emboscadas en medio de la noche mientras dormían. Y ambas, ¡como no podía ser de otra forma!, vivían directamente frente a Gargiulo, quien las podía observar a través de sus ventanas cuando estas las tenían abiertas.

María Bruno, madre de cuatro hijos, fue apuñalada 17 veces en medio de la noche, en diciembre de 2005. Se encontró un botín médico de color azul justo en la acera de su casa, aunque pasarían tres años hasta que la policía encontrara el otro.

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La historia no se pudo encaminar hasta que Michelle Murphy, la única superviviente, luchó hasta la extenuación por su vida una noche de abril de 2008. Se despertó con un cuchillo clavado en el pecho, Empezó a agarrarlo y el cuchillo respondió cortando sus manos. Sangraba por una herida en su brazo derecho, otra en el hombro y una tercera en el torso. Pero en medio de la lucha, su atacante se cortó. Michelle aprovechó la ocasión, levantó las rodillas hasta el pecho y usó los pies para catapultar a su agresor fuera de la cama. Este cayó hacia atrás. Y, ¡oh sorpresa!, volteándose para irse, dijo: “Lo siento”.

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El rastro de sangre que Gargiulo dejó al salir fue su perdición. Fue identificado como el presunto asesino y arrestado con cargos de intento de asesinato en junio de 2008. La policía de El Monte, ante las similitudes con el ataque a María Bruno, retomó la investigación y descubrió que, efectivamente, Gargiulo vivía enfrente. Encontraron el segundo botín azul en el ático de su apartamento, desocupado desde entonces. En septiembre de 2008, la policía lo acusó formalmente de los asesinatos de María Bruno y Ashley Ellerin. Sin embargo, pasarían otros tres años hasta que los fiscales del condado de Cook acusaran a Gargiulo de matar a Tricia Pacaccio, allá por 1993.

Michael Gargiulo, un psicópata sin escrúpulos, fue condenado en Los Ángeles, en agosto de 2019, a la pena capital por el asesinato en 2001 de Aslhey Ellerin, de 22 años, y en 2005, de María Bruno, de 32. También fue declarado culpable del intento de asesinato de Michelle Murphy, quien fue brutalmente atacada en su apartamento de Santa Mónica en 2008. ¿La sentencia? Condena a muerte. ¿Aplicable? Improbable, ya que desde 2006 este estado, la meca de Hollywood, no ejecuta a ninguno de sus presos. Sea como fuere, hoy, Tricia Pacaccio, Ashley Ellerin, María Bruno y Michelle Murphy tiene la justicia que merecen. 

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domingo, 30 de julio de 2023

EL REINO (Jo Nesbø)

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En lo alto de una montaña, allá en los páramos de Noruega, hay un viejo caserón habitado por un hombre solitario. Se llama Roy, es experto en pájaros, gestiona la gasolinera del pueblo y en cada casa corre un rumor sobre él. Su vida gris se reabre cuando Carl, su hermano pequeño, regresa de su aventura universitaria. No se ven desde que se fue a estudiar a Estados Unidos, hace ya unos quince años, tras la muerte trágica de sus padres. “¿Cuántas cartas, mensajes y correos electrónicos habíamos intercambiado en todos estos años? No muchos. ¿Sin embargo, había pasado un solo día sin que pensara en Carl?”

No es necesario ser budista para reconocer el karma que afecta a los Opgard, Roy y Carl. Kurt Olsen, el sheriff de la ciudad de Os está convencido que estos dos personajillos, estos dos queridos muchachos (no hay que olvidar que sus padres murieron siendo ambos adolescentes cuando el Cadillac DeVille, un modelo de 1979 del cabeza de familia, decidió por su cuenta y riesgo hacer prácticas de vuelo por un acantilado) son dos intrigantes confabuladores. Kurt Olsen se parece cada vez más a Sigmund Olsen, su padre, el antiguo policía; no cabe duda que tiene buena cabeza para las tácticas de juego. Olsen, el agente Kurt Olsen, tiene por supuesto razón, de algo le vale su capacidad de investigación sobre este par de sociópatas a los que conoce de viejo.    

El narrador de la historia, a veces divertido, a veces inquietantemente indiferente, a veces incluso, enfurecido, es Roy, el hermano mayor, un mecánico experimentado que dirige la gasolinera de Os y su pequeña tienda anexa. Algunas personas en la ciudad piensan que Roy está enamorado de su hermano menor, al que protege de los matones y otros aldeanos molestos. Sin embargo, pronto se hace evidente que este incesto no consensuado que pone en marcha una cadena de acontecimientos cada vez más desagradables es de tipo diferente.

Si bien el daño emocional está en el corazón de la novela, el cambio social es lo que mantiene en marcha la saga de la familia Opgard. Una nueva autopista amenaza con eludir la ciudad y dejarla    arrinconada. El proyecto existe desde hace mucho, pero hasta la fecha la orografía ha salvado a sus habitantes. Como hay que horadar las montañas para hacer un túnel, la obra resulta demasiado costosa. Pero el túnel está al caer y todos los que viven del tráfico que atraviesa el pueblo lo van a pasar mal. Es Carl, quien regresa de su experiencia universitaria en Minnesota y de una carrera en bienes raíces en Toronto, quien concibe un plan para salvar la economía de Os. Quiere construir un hotel balneario de 200 habitaciones en plena montaña pelada y su idea es financiar el proyecto poniendo como aval la propiedad de los aldeanos locales... “No estamos engañando a nadie, Roy, pero no hace falta que proclamemos a los cuatro vientos que los hermanos Opgard se adjudicarán los primeros millones. Así que... ¿Quieres el dinero para tu gasolinera o no?” Esto huele a podrido. Si piensas mal, seguro que aciertas.

No hay duda que hay personas encantadoras en los pueblos montañosos de Noruega, pero la gente de Os forma, en general, un grupo triste. Chismosos, borrachos, picapleitos, ególatras, amantes celosos, pirómanos y personas dispuestas a empujar a un hombre honesto por un acantilado para guardar un secreto.

El noir escandinavo es famoso por recrear abundantes escenas sangrientas y, aunque en “El Reino” no faltan (se llega al extremo de cortar el cuero cabelludo a un hombre y colocar su cabello sobre la cabeza de otra persona para disfrazar su identidad), la mayor parte de lo espantoso aquí es de carácter psicológico. Se establece un tejemaneje espectacular entre Roy, Carl y Shannon, la esposa que Carl trae a Os desde Canadá, que no presagia nada bueno. “Por primera vez desde que había entrado miré a Shannon de arriba abajo. Llevaba un gran albornoz blanco, el cabello aún húmedo; se había duchado después de otra noche de ruidosa gimnasia en la cama. Tapada como iba siempre con jerséis y pantalones negros, nunca le había visto enseñar tanto, pero ahora veía que la piel de las esbeltas pantorrillas y el escote del albornoz era tan blanca e inmaculada como la de su rostro”. Todo ello, como no podía ser de otra manera, contribuye a que Roy no tarde en enamorarse perdidamente de su cuñada, y ella no le va a la zaga. Sus citas se vuelven salvajes y tensas.

La mayoría de los personajes de Nesbo están atormentados por la culpa. Roy se dice a sí mismo que un “robo menor, un rechazo trivial, nunca se superan. Son como bultos en el cuerpo que se encapsulan, pero aún pueden doler en los días fríos, y algunas noches de repente comienzan a palpitar”.  Por el contrario, Carl está menos preocupado por su conciencia. “Cuando se trata de vender almas -dice-, siempre es posible encontrar un mercado de compradores”.

¿Por qué los lectores como usted, como yo, aceptamos perder el tiempo ocupándonos de esta gente tan horrible? Los escritores como Nesbo tienen una habilidad especial para inculcar en sus malhechores la humanidad suficiente para que sigamos esperando que, si no son capaces de arrepentirse, al menos reconozcan su escoria moral. O podría ser que, siendo nosotros mismos moralmente imperfectos, somos tan ilusos como para esperar que se salgan con la suya. En cualquiera de los casos, este tipo de personajes -piénsese en el Tom Ripley de Patricia Highsmith, uno de los villanos más fascinantes de la novela policial- siempre han estado muy cercanos al lector. Y es que, a veces, el arte provoca respuestas emocionales y morales contrarias a las que experimentaríamos en la vida real.

Los budistas y muchos presbiterianos podrían haberle indicado hace ya tiempo, amigo lector, que “El Reino” solo podía terminar de una manera y la mayoría de ustedes encontrará en el final de Nesbo un alivio y, ¿por qué no?, una buena carga de decepción. 

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viernes, 28 de julio de 2023

NO ES PAÍS PARA VIEJOS (Cormac McCarthy)

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La ficción policiaca estadounidense más sobresaliente gira en torno a una pequeña cantidad de ingredientes. Tan restringidos son que podemos resumirlos en dos: mucha tentación y muy poca cabeza. Demasiados personajillos débiles y canallas y muy pocos héroes fornidos y justos. Y sobre todo ello, libertad; libertad y espacio. Libertad para tomar malas decisiones y espacio para salir por patas cuando la cosa pinta mal. La novela negra estadounidense es sustancialmente pesimista -en oposición a la novela de detectives que, muy al contrario, es optimista-, no trata sobre el funcionamiento de la justicia humana sino sobre el dominio del tiempo inhumano. Tal como fue imaginado y, con posterioridad, definido por Chandler, Cain, Thompson y todos sus colegas de bolsillo.

 

“No es país para viejos” de Cormac McCarthy es una variación de esta ortodoxia noir, una variación que no sorprende en absoluto a cualquier purista del género, aunque en principio el libro desorienta. Y es que, allí donde unos ven épica y heroísmo y enraízan en la cultura popular la noción del western como una aventura esencialmente americana, el viejo McCarthy ofrece una visión descarnada y tétrica de la realidad, donde la muerte siempre está presente. Después de cosechar elevadas críticas de prensa y público, McCarthy se encontró tan a gusto en sus propios laureles que uno no se explica por qué volvió a tomar la pluma. Aclamado por elevar el western de un divertimento pop a un estadio superior, el autor de la “Trilogía de la frontera”, podría simplemente haber vegetado de éxito.

Pero no, la mente juguetona de McCarthy decidió divertirse un poco y, con una expresión lingüística altamente elegante y capaz de hacer hablar hasta las piedras, premiarnos con una narración lista para ser tentada por el cine; una narración que avanza vertiginosa y descontrolada como el fuego, porque el deseo del autor no es adentrarse en nuevos senderos sino trillar los ya conocidos.

En pleno desierto, en una jurisdicción al oeste de Texas, opera -por decir algo- el Sheriff Bell, un vejete venerable e indolente, veterano de la Segunda Guerra Mundial, para quien hacer cumplir la ley de forma virulenta es menos importante que mantener la paz, descuidada e indiferentemente. Bell es un perro guardián, no un perro de ataque, que se contenta con dormitar hasta que los malhechores no le dan otra opción que morder. Bell, el Bell soñador y reflexivo de esta historia, ha pisoteado tanto terreno pedregoso en esta vida como para tener que preocuparse ahora por la sensibilidad de aquellos que se sienten a salvo en sus mullidos sillones. Satanás existe -piensa Bell-, el mundo está cada vez peor y Dios está demasiado ocupado en otros asuntos como para fijar la atención en unos pobres diablos perdidos en la inmensidad del desierto.       

La melancólica mirada de Bell en su soñador deambular alrededor de sus propios fantasmas –su cobardía en el frente, su constante  remordimiento por haber condenado a un chico a la silla eléctrica, su desencanto ante un mundo que se derrumba por momentos- se ve nublada cuando Llewelyn Moss, un cazador de antílopes, veterano de la guerra de Vietnam, descubre por casualidad la sangrienta escena de una carnicería entre narcos en la localidad de Piedras Negras del Estado de Cohauila, en la frontera de Texas y Nuevo Méjico. Entre cuerpos mutilados y paquetes de heroína, Moss se da de bruces con un maletín repleto de dinero en efectivo y, más humano que nunca, arroja su alma al pozo de las tentaciones inclinándose para recogerlo. Dos millones de dólares y el intento de salir adelante con ganancias mal habidas, ¡una pésima combinación! A partir de ese momento comienza una violenta carrera por escapar de los que quieren darle caza. La única cuestión que queda en el aire es cuánto tiempo durará esta y cuántos inocentes perecerán con él. La teología de la serpiente y el escorpión de McCarthy no ofrece a sus personajes segundas oportunidades y da a entender que las primeras nunca existieron. Moss sale corriendo con la masa en las manos como alma que lleva el diablo, como quien no tiene otra opción. Al igual que los demonios que le persiguen. Y como no podía ser de otra forma, el tráfico de drogas de quien derivó el dinero también forma parte del cortejo.   

A veces la novela raya en la caricatura, es tan incesantemente dura que amenaza con vaporizarse. Unas lacónicas oraciones simplificadas delinean la espeluznante acción, punto por punto como en un manual, desde los tiroteos en las calles principales de las pequeñas ciudades hasta el agonizante vendaje de las heridas de bala en las oscuras habitaciones de los moteles, enumerando cada disparo y graficando cada emboscada, como si la violencia fuera un proceso industrial, seco y mecánico. Los estados de ánimo de los personajes se disuelven en su comportamiento, que consiste en huir, luchar y poco más. Las mujeres implicadas en la trama están prestas a llorar y a suplicar explicaciones del caos que los hombres que lo han desatado se niegan a dar, en parte por caballerosidad de la vieja escuela, pero sobre todo porque no tienen ninguna respuesta que ofrecer. Lo único que son capaces de ofertar es violencia y armas cargadas, armas que, ¡oh sorpresa!, parecen dispararse por propia voluntad.

El diálogo en la narrativa de McCarthy es lacónico, minimalista en extremo, seco, sin adornos, sin aderezos, cada pregunta, cada aseveración, semeja un mazazo. Chigurh, Anton Chigurh, el principal villano del cuento, mercenario a sueldo de los capos del cartel, lanza los impactos más virulentos. Sólo que los suyos, hacen daño de verdad. Es un psicópata concienzudo y vigilante que hace honor a su mala salud mental. Se ha purgado de todos los escrúpulos para deambular sin problema por el mundo. Cuando tiene dudas, y Chigurh rara vez las tiene, le dispara a alguien a bocajarro o le perfora la cabeza con un instrumento neumático diseñado para sacrificar ganado. Lleva esta herramienta atada al cuerpo como si fuera una prótesis y la historia no ofrece dudas sobre quien lleva las de ganar cuando semejante matón se enfrenta a seres no tan bien equipados.      

Tal esperpento siniestro podría resultar ridículo si Mccarthy no lo mantuviera en continuo movimiento. El tal Chigurh es un genio del mando, ¡un maestro vamos!, es capaz de cambiar de pantalla y de situación cada dos páginas. Conflictos tan claustrofóbicos como una pelea de gallos en una trastienda los resuelve con una certeza mecanicista que satisface el amor bruto de su cerebro por la acción pasando por alto sus centros emocionales. La cena, pues, señores, está servida y al igual que Bell, solo podemos sentarnos y observar el horror, no influir en su resultado. Se ha dado cuerda al reloj, se ha tirado la llave, y la historia no terminará hasta que las manecillas marquen la medianoche. Tic, tac, tic, tac...  Sólo me resta poner en antecedentes que el libro deja una sensación de desaliento, la sensación de que no hay esperanza alguna.  

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miércoles, 18 de enero de 2023

SOBRECUBIERTAS 1ª EDICIÓN: ROSS MACDONALD (1)

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LA PISCINA DE LOS AHOGADOS
(THE DROWNING POOL)
ROSS MACDONALD
ALFRED A. KNOPF INC.
1950
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LA FORMA EN QUE ALGUNOS MUEREN
(THE WAY SOME PEOPLE DIE)
ROSS MACDONALD
ALFRED A. KNOPF INC.
1951
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martes, 17 de enero de 2023

Relectura: DOUBLE INDEMNITY (James M. Cain)

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Temperamental, atmosférica, así se define “Double Indemnity”, comenzando por esa secuencia de apertura en la que Walter Huff -treintañero y vendedor de seguros de la General Fidelity de California-, conoce a Phyllis Nirdlinger, la joven y bella esposa de un acaudalado hombre de negocios, y descubre que bajo aquel pijama azul se intuyen unas formas capaces de enloquecer al más pintado. Y tanto enloquece el ingenuo Walter que, sin apenas solución de continuidad, se ve involucrado en un peligroso entuerto consistente en asegurar al empresario para posteriormente asesinarlo simulando un accidente, y disfrutar así de una suculenta indemnización. Y como remate, la novela de James M. Cain “Double Indemnity” –“Pacto de sangre” en la edición española-, es una obra maestra de la literatura estadounidense. En sus escasas e impecables ciento treinta y tantas páginas, Cain no sólo pone de relieve la codicia y la superficialidad de la clase media estadounidense sino que también pinta un retrato considerablemente oscuro de un hombre y una mujer consumidos por el deseo. “Double Indemnity” nos presenta una despiadada saga de traiciones en la que los pecados más irremediables son los que los personajes cometen contra sí mismos.

“Double Indemnity” es una historia de asesinato pero, aún más, es una historia de lujuria. Esto se hace evidente desde el momento en que Phyllis Nirdlinger asoma las narices por primera vez. Phyllis, la esposa insatisfecha, la mujer fatal de una vulnerabilidad manipuladora, allí, de pie ante Huff, con aquel tentador pijama azul de andar por casa. Para cuando fija su mirada en él, ya un escalofrío recorre el espinazo del pobre agente de seguros. Desde ese momento todo cambia para Walter. El diálogo confirma la forma en que ella lo ha enganchado:

-Señor Huff, ¿quiere que yo hable de esto con el señor Nirdlinger?

-Sería fantástico señora.

-Tras hablar nosotros, podrá verle. ¿Estaría bien mañana por la noche, a eso de las siete y media? A esa hora habremos acabado de cenar.

Lo que sigue es un ir y venir que encarna el más puro estilo noir (“Esta noche he perdido la cabeza...”, “¿Quieres decir que allí, en los pozos de petróleo, cualquier noche de lluvia, puede caerle una polea encima?...”, “Al parecer has pensado que no vas a hacerlo. Pero lo harás, y yo te ayudaré...”), una mezcla de ingenio y fatalismo, de esas que te hacen leer entre líneas. Incluso en épocas tan pretéritas como la década de los treinta, los artesanos del noir eran conscientes de su artificialidad, de que la forma de la historia se debía ajustar a un cierto código de comprensión, a un determinado molde narrativo. Este, llamémoslo “truco”, consiste, en esencia, en que desde que Phyllis Nirdlinger hace acto de presencia ya sabemos todo lo que va a suceder, de que nuestra apreciación de la historia no depende “de qué” sino “de cómo”. ¿Cómo se firmará la traición?, esa es la clave. Para Walter y Phyllis, salirse con la suya no es una opción. Más bien, lo importante es la puesta en escena, la forma en que se desarrollará todo. “El futuro no nos reserva nada, ¿verdad Walter? ha llegado la hora de que me reúna con mi amor. Una noche me arrojaré por la popa del barco. Quiero sentir el contacto de sus dedos fríos, apretándome el corazón”, admite  Phyllis en su encuentro final. Es todo muy melodramático, muy estilizado, pero al noir nunca le ha importado lo estrictamente real. Es cierto que la novela de Cain tiene sus raíces en un hecho real, el caso de Ruth Snyder, una mujer de Nueva York que nueve años atrás, en 1927, convenció a su amante de que matara a su marido tras contratar una póliza de seguro con una cláusula de doble indemnización. Sin embargo, Snyder y su cómplice fueron capturados y condenados fácilmente; el seguro que acordaron era “un claro delator”. No sin razón, Chandler decía que “Los muchachos que apoyan los pies sobre el escritorio saben que el caso de asesinato que más fácil resulta solucionar es aquel con el cual alguien ha tratado de pasarse de listo; el que realmente les preocupa es el asesinato que se le ocurrió a alguien dos minutos antes de llevarlo a cabo.

La observación de Chandler pone de manifiesto que la  conspiración de Walter y Phyllis, a pesar de su inevitabilidad, está viciada desde su origen. “Si logras sacarle de la cama y convencerle de que tiene que hacer el viaje a toda costa, como una especie de vacaciones después de todo lo que ha sufrido, estamos salvados”. Desde el primer momento surgen complicaciones, sospechas, circunstancias imprevistas. Una es que el mentor de Huff, Keyes, jefe del departamento de reclamaciones, es un genio en el arte de investigar reclamos de seguros. “Huff lo que usted ha hecho es terrible” “Me ha decepcionado. Le... le tenía afecto, Huff”. Es este un comentario esclarecedor porque nos muestra la verdadera relación que existía entre Huff y Keyes. Otra traición de nuevo, la infidelidad de Huff no solo a sí mismo, a lo que considera como sus valores, sino también a su amigo. “Le entiendo. Usted depositó su confianza en mí, y yo le he fallado”. Para Huff, para Keyes, no hay redención; nada queda al final de la historia, excepto la pérdida de la amistad. Aquí tenemos otra característica más del género negro: que el amor es fugaz, insuficiente, que, en cierto sentido, es cruel.

El noir recomienda aprender a vivir sin ilusiones, aprender a vivir en un mundo donde la existencia está ahí no tanto para ser dirigida como para ser soportada. El mejor noir ofrece un aullido de desolación ante un universo indolente, una elegía empañada por el alma. Esta es la historia de Huff y Phyllis, empujados más allá de sus límites por el deseo de algo que nunca podrán obtener. Porque todos tenemos claro desde el primer momento que la idea que ambos se proponen, la de vivir juntos, nunca va a hacerse realidad. ¿Cómo podrían encontrar ellos, cualquiera de nosotros, empatía, comunión, en un mundo aislado? Sin embargo, aunque todos somos capaces de reconocer ese deseo de propiedad -¿quién se contenta con lo que tiene?- también somos conscientes de los artificios que utiliza el escritor para edulcorar el producto. Y a pesar de nuestra presumible insatisfacción, no inventamos planes de asesinato. “Double Indemnity” crea lo que todo gran artista aspira a hacer: un universo propio. Evoca un paisaje moral por el que nos deslizamos entre dos crudas realidades: nos identificamos con los personajes, su anhelo y su dolor, al tiempo que reconocemos como una advertencia su caída, su inevitabilidad.

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jueves, 5 de enero de 2023

LECTURAS PRETÉRITAS 3: Eric Ambler

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VIAJE AL MIEDO. Estambul, 1940. Graham, un discreto ingeniero y experto en armas acaba de mantener conversaciones de al to nivel con el gobierno turco. Al regresar a su hotel, descubre que alguien quiere matarlo. Le han disparado al entrar en la habitación y decide escapar de la ciudad en un vapor. Un viaje lleno de peligros en el que conocerá a una hechizante bailarina francesa, un desastrado hombre de negocios, un misterioso médico alemán, un hombre diminuto y brutal que viste un arrugado traje. Graham debe sospechar de todos, esconderse en un barco del que no puede escapar y sobrevivir a una travesía de pesadilla.

LA MÁSCARA DE DIMITROS. El depósito de cadáveres era un cobertizo de planchas metálicas que, bajo el despiadado sol turco, más que morgue parecía un horno. Allí se cocía el cuerpo de Dimitros, el ratero a quien nadie recordaba, el asesino que nunca había tenido problemas con la justicia, el caballero sin antecedentes. La reconstrucción de esta misteriosa carrera se convierte en un trabajo demasiado peligroso para un escritor metido a detective, que pronto se encuentra con una Luger clavada en la espalda. En un periplo que en algunos momentos establece puntos de contacto con el clásico cinematográfico de Orson Wells “Ciudadano Kane”, Ambler desarrolla un retrato de la turbia y corrupta Europa de entreguerras, en el que a cada paso surge una nueva sorpresa acerca de la personalidad de Dimitros. 

MOTIVO DE ALARMA. Nick Marlow, un ingeniero que acaba de perder su empleo, acepta una tentadora oferta para dirigir la sucursal de una empresa británica en Milán. El halo de misterio que rodea la muerte de sus predecesores en el cargo no supera las expectativas de ganar una buena suma de dinero que le permitirá, finalmente, casarse con su prometida. Pero al llegar a la Italia fascista de 1937, a las puertas de una nueva guerra mundial,  todo lo prometedor de su nuevo trabajo se torna turbio y hostil: de repente, Marlow se ve atrapado entre dos mundos que se encuentran al borde del conflicto, con una red de espionaje y contraespionaje tejiéndose sordamente a su alrededor, amenazado por la mafia, la represiva política italiana y agentes secretos al servicio de las principales potencias del planeta.

PELIGRO EXTREMO. En la Europa de entreguerras, el periodista Desmond Kenton lucha por hacerse un lugar como reportero internacional. Hábil en su oficio y con una innata capacidad para los idiomas, se mueve por el continente con facilidad, aunque a veces su insensatez le acarrea problemas. En pleno viaje por Alemania, se encuentra de repente en un serio aprieto: lo ha perdido todo en apuestas y no ve cómo rehacerse. Quizá la proposición de un misterioso judío, que le promete mucho dinero a cambio de llevarle un paquete a Austria, sea la solución que andaba buscando. Sin embargo, pronto descubre que no es una gran idea, desconociendo el contenido del paquete y moviéndose a hurtadillas por Alemania en pleno apogeo del Partido Nazi...

LA LUZ DEL DÍA. El mayor error de Arthur Simpson no fue meter la mano en la certera equivocada, sino meterse a ladrón sin haber valorado antes su extrema torpeza: Fue seguramente esta torpeza la que hizo que, cuando intentaba robarle la cartera a un turista del aeropuerto, este lo descubriera. Lejos de alarmarse y alertar a la policía, la “víctima” de Simpson, un tal Harper, le propone un peligroso trato: no lo denunciará si se aviene a introducir en Turquía un coche repleto de armas. 

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lunes, 2 de enero de 2023

SI NO HUBIERA MAÑANA (Alexis Ravelo)

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Octubre, viernes, el bar Casablanca, el tuerto Casimiro, Juan el del Pescao y Monroy; un Monroy que se aburre como un sordo en un concierto de arpa solista. De pronto una mujer, Sonsoles, la hija de Paco Nieves, el ferretero. Y a partir de ahí un trifostio. Un trifostio de tres pares de narices.

Y es que Diego Miranda Santana, chupatintas en horas de servicio, ha desaparecido de repente de la vida de Sonsoles. De repente y sin dejar explicación maldita. Miranda es amigo del marido de una prima de Sonsoles y lleva una vida apacible de solterón sin aparentes preocupaciones. Así lo conoció Sonsoles y bajo ese estatus comenzaron a salir meses atrás. La relación se desarrolló sin agobios, con una intimidad y una confianza agradables. Todo en su lugar hasta que, un mal día, Diego cortó por lo sano, ¡si te vi, no me acuerdo! como diría el otro... una historia que Monroy ya ha oído muchas veces.

Para combatir el aburrimiento inicial, Monroy acepta hacer algunas averiguaciones. Tras un plácido café y un sabroso bocadillo de queso en un cafetín de Moya, donde reside el interfecto Miranda, no tarda mucho en comprender que lo sentimental tiene muy poco que ver con el asunto. Para más inri, en todo este embrollo anda mezclado -¡faltaría más!- un viejo conocido suyo, Falo el Moldura, un escayolista changuero reconvertido en camello ocasional y borrachín a tiempo parcial. Lo peor de todo ocurre cuando, a la mañana siguiente, Miranda aparece tieso y a una serie de conocidos suyos les da por agarrar la puerta de salida de forma repentina. Cuando Monroy toma conciencia del entuerto en que se ha metido no puede por menos de pensar que habría sido mejor para él continuar aburriéndose.

Quien no se va a aburrir (estoy convencido de ello) es usted, amigo lector, porque las novelas de Ravelo son adictivas, excitantes y muy entretenidas. Y además, la serie de Eladio Monroy goza del privilegio de ser “familiar”. Familiar porque  la prole que acompaña a Monroy en sus aventuras ya es parte de nuestro hábitat. Y si no, juzguen ustedes mismos... Los días que no está metido en algún lío, Eladio se presenta como siempre a las doce en el bar Casablanca (¡Tócala de nuevo, Sam!) y se sienta a leer el periódico en una de las dos mesas de chapa galvanizada que hay a disposición del público. Allí le atiende el tuerto Casimiro, Polifemo en miniatura, calvo, entrado en años y con su eterna camisa azul celeste de cartón piedra, propietario-cocinero-freganchín-encargado de la limpieza y administrativo cuando procede, un todo en uno, al servicio de la clase obrera. No tarda en recalar por el lugar el Chapi (Bonifacio, en origen), ¡buenos días caballeros y caballeras...!, mecánico de confianza, con su mono grasiento, sus gafas de montura de pasta llenas de huellas, sus uñas negras y su hedor habitual. Le acompaña Mecánico, su pequinés de ojos como pimpotas, habituado ya al lingotazo diario de cerveza que Casimiro acostumbra a servirle en un cenicero. Y Dudú, chocolate negro senegalés, un chapista de fiar que labora a las órdenes de aquél. Roquito, Juan el del Pescao y el resto de la concurrencia. Matías, antiguo vecino de Monroy, hoy recluido en una residencia y la escandalera hollywoodense que lo acompaña cuando anda metido en eso de visionar películas de acción en pijama, pantuflas y sin dentadura postiza. Gloria, su vecina y amiga, compañera con derecho a roce, a quien Monroy con sus aventuras detectivescas trae por el camino de la amargura. Ambos disfrutan de un noviazgo eterno al que se niegan a poner nombre. Paula, de sonrisa amable y mirada irónica, simpática y desenfadada, la hija que descubrió cuando esta ya se había graduado y que comparte piso con Mónica, una profesora de Lengua, inteligente y seria, que da clases en un instituto de Jinámar y que ejerce como su pareja de “deshecho”, como tienen a bien llamarlo. Manolo, sesentón barbudo, marxista y gordinflón que fundó el negocio de la librería Ei2 que ahora regenta con Gloria. Paco Nieves, el de Escaleritas, el padre de Sonsoles, ya fallecido, que había sacado adelante a su familia con una ferretería que, allá por el año del gofio, le había permitido hacerse con un pequeño patrimonio. Y, por último, Déniz  -el comisario Déniz-, siempre preocupado porque la gente que pulula alrededor de Monroy tiene la mala costumbre de palmarla. ¡Vaya si es larga la familia!

Las novelas de la serie Eladio Monroy son absolutamente singulares. Monroy -marinero en tierra- es un pensionista de la mercante que parchea su mísero sueldo con “trabajillos” realizados clandestinamente. Este Marlowe a la canaria, burlón y descarado a la vez que instruido y sensiblero, se enfrenta a los problemas con picardía y mala baba, algo que no le sale ni con lejía. Y es que Monroy no tiene un físico de gimnasio y, sin embargo, es duro. ¡Vaya si es duro! Basta con echarle una simple mirada. Un chirlo en su mejilla y un tatuaje en su antebrazo dan fe de ello. Al contrario de lo que muchos piensan, Monroy, el Monroy del que hablamos, no es especialmente inteligente. Su fama de deshacedor de entuertos le viene de su buen olfato para las patrañas mezclado con un innato instinto de supervivencia y grandes dosis de mundología. Como ven, todo un personaje este Eladio Monroy.

La literatura criminal, traviesa y juguetona y no por ello menos despiadada, nunca ha dejado de establecer firmes vínculos entre sus lectores y los lugares narrados. La ciudad, torbellino desordenado de voces y ruidos inarmónicos; de calles henchidas de tinieblas, confusión y vacío; de aceras saciadas de masas humanas irreconocibles; de hogares anónimos y parques entoldados de verde; de bosques umbríos y malaventurados rincones es un personaje más entre los humanos. La ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, marina, colorida y atlántica, es la ciudad negra de Monroy. Sus casas coloniales del barrio histórico de Vegueta y la Plaza de Santa Ana; Triana y su bulliciosa Calle Mayor, con sus compradores atareados, sus parados ociosos y sus músicos callejeros; la terraza del vetusto y agradable Hotel Madrid -punto de encuentro de la intelectualidad, el artisteo y el rojerío de la capital- donde, en múltiples ocasiones, Monroy deja que la noche se le eche encima ante una botella de Barón de Ley; San Telmo y su inigualable quiosco de estilo modernista; el mediodía ardiente y ruidoso de León y Castillo con su calle Murga y el ya famoso número 15; la serpenteante Avenida Marítima, atalaya ideal desde la que visionar los barcos fondeados en la bahía; la playa de Las Canteras, tres kilómetros de arenilla del Auditorio a La Puntilla, y sus cercanas zonas comerciales de Mesa y López, Las Arenas y el Puerto; el parque de Santa Catalina, patrimonio de Lolita Pluma y sus gatos petrificados... Sí, esta es la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, la ciudad de Monroy, hervida hasta endurecer, y se ofrece ahí, tras la puerta acristalada del bar de Casimiro -un Casablanca sin piano ni lámparas de bronce-, tan provinciana como cosmopolita, devorada por la globalización. “La ciudad de paso de la que los viajeros no se van jamás. La ciudad de los ángeles en chándal y las ratas con corbata. La ciudad de la luz y los despojos. Ahí, tendida junto al mar, está la ciudad que fundó Juan Rejón y que luego se fue alzando sobre el sudor y la sangre, una ramera haciendo la siesta, una apuesta contra el tiempo, una pregunta balbuceante”.

“...“ EL PEOR DE LOS TIEMPOS. (Serie “Eladio Monroy” Nº 5). ALEXIS RAVELO

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