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“Aunque figure
entre los enemigos públicos número uno de la lista del FBI, ningún malhechor
alcanza la consagración hasta que yo lo he fotografiado”. Así de contundente y
seguro de la calidad de su trabajo se mostraba en su momento Weegee, el
cronista de Nueva York más oscuro de la década de los 30 y 40. No solo eso, el
fotoperiodista confiaba tanto en sí mismo y anhelaba tanto alcanzar el
reconocimiento público que, antes de que su nombre alcanzara la celebridad, ya
firmaba sus instantáneas con un sello que rezaba: “Weegee, The Famous”.
Weegee era siempre el primero en llegar al
lugar de los hechos y obtener instantáneas que revelaba en el maletero de su
coche. Logró alcanzar un gran éxito, tanto es así que su personaje fue
inmortalizado por Joe Pesci en la película “El ojo público”. El film de Howard
Franklin, sin embargo, no fue el único en poner la vista en el reportero;
Curtis Hanson, en “L. A. Confidential”; Sam Mendez, en “Camino a la perdición”
y Dan Gilroy, en “Nightcrawler” también se inspiraron en su trabajo.
Su nombre real era Usher Felig, nació en 1899
en la ciudad de Zolochev, en lo que hoy es Ucrania, y a los diez años, cuando
su familia llegó a la Isla Ellis –la puerta del sueño americano- se convirtió
en Arthur Fellig. El alias, cuenta la leyenda, era una deformación fonética de
“ouija”, mote con el que le bautizaron por su supuesta capacidad para
comunicarse con los muertos, o al menos, de encontrar a los que habían
fallecido de forma violenta antes de que lo hicieran las fuerzas de seguridad.
Encontró su profesión siendo adolescente,
cuando un fotógrafo callejero le hizo un retrato. Quedó paralizado por la
cámara, la placa, el procesamiento y la imagen de sí mismo. La idea de
especializarse en asesinatos, accidentes, incendios y toda clase de sucesos
truculentos fue consecuencia de observar lo que publicaban los diarios así como
de percatarse que los reporteros, de noche, dormían.
A los 14 años dejó la escuela y comenzó a
trabajar por cuenta propia para varios periódicos y agencias de noticias de
Nueva York al tiempo que realizaba otros trabajos ocasionales. Uno de esos
trabajos implicaba tomar fotos de ataúdes para un catálogo, otro mejorar las impresiones
fotográficas para “The New York Times”. Pronto pasó a la fotografía de noticias
y llegó a convertirse en un personaje con una habilidad especial para llegar a
asesinatos y accidentes en el momento correcto. ¿Cómo?, se preguntarán ustedes.
En el momento más importante de su vida Weegee decidió que Nueva York después
del crepúsculo era toda suya. Y se instaló en su coche. “Se convirtió en mi
hogar. Era un biplaza, con un maletero especial extra grande. Guardé todo allí,
una cámara extra, los casquillos de las bombillas del flash, una máquina de
escribir, botas de bombero, cajas de cigarros, salami, película de infrarrojos
para disparar en la oscuridad, un recambio de ropa interior, uniformes,
disfraces y zapatos extras... La radio de la policía era mi modo de vida. Mi
cámara y mi amor... eran mi lámpara de Aladino”, asegura Weegree en su
biografía.
Él le puso ganas y los protagonistas de sus
instantáneas se lo pusieron fácil a él. No en vano, el fotoperiodista, por
origen o por empatía, congeniaba con los desheredados y estos estaban
encantados de salir en sus instantáneas. Weegee siempre buscaba hacer la mejor
fotografía posible, aguantaba el flash encima de la cámara y obtenía duros
contraluces que daban veracidad y dramatismo a sus retratos.
Fotografiaba cadáveres y también personas
vivas. A veces, en actitudes desesperadas: durmiendo en la calle, huyendo de un
incendio o, simplemente, detenidos por la policía, pero también disfrutando de
la vida al entrar a un teatro, bailando en una fiesta popular o tocando en un
club nocturno. Llegó incluso a fotografiar la luz del día en una de sus
instantáneas más icónicas en la que se aprecia una multitud en la playa de
Coney Island, sonriendo y mirando a la cámara.
En 1945 le llegó la fama con la publicación de
“Naked city”, su primer libro, del que se realizaron tres ediciones en un año.
El éxito conllevó encargos para revistas que buscaban “imágenes tipo Weegee”, o
lo que es lo mismo “la autenticidad”. Y eso significó una invitación para
acudir a Hollywood. Sin embargo, su estancia en la meca del cine no le
entusiasmó demasiado.
Muchas de sus tomas icónicas se centran en
los espectadores. En octubre de 1941 un
jugador de poca monta recibió un disparo nocturno cerca del patio de una
escuela. Weegee, además de fotografiar el cuerpo, inmortalizó a la multitud de
niños empujándose unos a otros para ver al hombre muerto. Esta fotografía es un
sorprendente catálogo de emociones humanas, que van desde la alegría hasta la
agonía. La estrella es una niña cuyo rostro revela una excitación y una
curiosidad extremas. Weegee lo tituló: “Su primer asesinato”.
A mediados de la década de los 40, se
convirtió en uno de los fotógrafos fundadores de “PM”, un nuevo periódico
liberal dedicado a contar historias con imágenes. Los editores estaban
interesados no solo en sus fotografías sino además en su personalidad: su cara
de ojos de insecto, su enorme cámara Speed Graphic, el baúl de su automóvil
lleno de trastos, sus hábitos nocturnos y sus formas descuidadas.
El punto de inflexión en su carrera y,
según algunos, su gran tragedia fue exhibir su obra en el Museo de Arte Moderno
a mediados de la década de los 40. Comenzó a verse a sí mismo como un artista y
a firmar sus fotos como “Weegee, the Famous”. A partir de ahí se casó, produjo
libros de arte, y se desplazó a Hollywood. En definitiva, se convirtió en una
caricatura de sí mismo.
Cuando Arthur Fellig se convirtió en
Weegee, el verdadero hombre desapareció. Y cuando quiso recuperarlo, no pudo:
“Mi verdadero nombre es Arthur Fellig. Creé este monstruo, Weegee, y no puedo deshacerme de él”. A los 69 años
murió de un tumor cerebral.
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