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lunes, 20 de diciembre de 2021

LA DAMA DE CACHEMIRA (Francisco González Ledesma)

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Méndez, el policía más señalado de los bajos fondos de la novela negra española, peregrina las calles de Barcelona a la búsqueda de una silla de ruedas, artilugio este que utiliza un salvaje asesino para engañar a sus víctimas. El primer inmolado de este innoble y falaz personaje es Paquito Balmes, representante de bisutería él, un individuo poco propenso al trabajo y que no mantiene buenas relaciones con el dinero. ¡A saber que vio el criminal para poner sus ojos en semejante pieza! Lo cierto es que una noche de mal fario, oscura y sombría, Balmes se da de bruces con la silla de ruedas. Sí, exacto, con la del asesino. Quieta en la acera y con el sujeto encima esperando que alguien le ayude. ¿Le ayude a qué, se preguntarán ustedes? Pues muy sencillo... pero será mejor que sea el propio Paquito quien cuestione al personaje:  

- ¿Qué hace usted aquí? ¿Le pasa algo?
- Si usted pudiera ayudarme a cruzar la calle por si a la mitad el semáforo se pone en rojo… 

Paquito, cual discípulo aventajado de San Juan de Dios, y a indicaciones del carnicero, empuja la silla de ruedas hacia un sombrío callejón y entonces sucede todo, entonces el tajo brutal del asesino se lleva por delante el cuello inmaculado del bisutero. Así comienza una historia que conjuga desaliento con grandes dosis de humor, un relato incisivo, sarcástico y tierno a la vez. 

Un relato que discurre en el Pueblo Seco barcelonés, en el viejo barrio del Paralelo, en la zona de El Molino. El Paralelo…”esa avenida tan grande con sus tiendas tan pequeñas, los estancos para gente pobre donde solo se expendió un Montecristo una vez, los quioscos tronados que parecen hechos para vender no el periódico de hoy, sino el de ayer, las corseterías para mujeres antiguas casadas a perpetuidad y las perfumerías para niñas modernas casadas a prueba” Es ahí donde un casero se devana los sesos pensando como aligerar los trámites para sacar de su propiedad un bulto que un día fue humano, pero que ahora es sencillamente un residuo municipal, y conseguir así la vacuidad, disponibilidad y pertinente transformabilidad de la propiedad, donde un asesino cabalga una silla de ruedas y monta una tramoya que hace pensar en todo menos en un crimen por encargo, donde una viuda maltratada por la vida pasa sus ratos acompañada por un gato siamés obsesionado por ocupar en la cama el sitio vacío que ha dejado el difunto marido, donde unos homosexuales maduros, enamorados como adolescentes, se juran un amor hecho de tardes de colegio y de calles compartidas y donde una mujer que fantasea con viajar se fabrica un mundo de sueños a su medida para hablar de él y dormir con él.  

Una trama original con un título evocador y unos personajes bien definidos, así es como Francisco González Ledesma consigue una obra redonda, una obra que allá por 1986 se hizo acreedora del Premio Mystère a la mejor novela negra, prueba irrefutable de que, aunque hayan pasado treinta y cinco años, el tiempo no ha hecho mella en esta maravilla. Porque las novelas de verdad nunca envejecen. 

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