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lunes, 22 de enero de 2018

MALAS NOTICIAS, ES PALOP. (Pascual Ulpiano)

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MALAS NOTICIAS, ES PALOP
PASCUAL ULPIANO (ALBERTO VALLE)
EDITORIAL BASE 

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Malas noticias, es Palop. Sí. Y no se ha movido ni un ápice de donde lo dejamos en su anterior aventura, ante la tumba de un compañero de fatigas que tuvo el detalle de cascarla sin previo aviso y que ahora tiene la mala costumbre de aparecérsele en los momentos más inoportunos, cual conciencia reprobatoria, para recriminarle sus ignominiosas relaciones familiares. Ante la tumba de ese compañero lo dejamos y ante su tumba lo encontramos, charlando amistosamente con el difundo, y consumido por la ansiedad de seguir trasegando combustible y largando lágrimas. Y es que Ruypérez, su amigo, quien con «su cara de Carlos Larrañaga de mierda» le ventiló en vida a Laura, su mujer, se ha propuesto convertirse en su conciencia. Una conciencia que, al tiempo que le felicita por sus avances con su hijo, no tiene reparos en vanagloriarse por haberse beneficiado a Laura a sus espaldas: «He venido a felicitarte por varias cosas. La primera por el valiente paso que has dado con tu hijo y con lo que le has dicho a Laura. -¡Ah, Laura!-. Para Palop no importa lo que está bien o está mal. Lo único que le importa es que «simplemente está». Y por estar él está en tierra firme y Ruypérez anida un trocito de terreno que precede a su lugar de reposo eterno. «La vida es cruel, ¿verdad Ruypérez? Tú, comido por los gusanos. Yo, ingiriendo octanos de alcohol».   

Malas noticias, es Palop. Sí. Y en esta ocasión sus pesquisas derivan hacia la pornografía infantil y su misión es la de ayudar a un compañero de La Agencia (una organización parapolicial encargada de eliminar a individuos sucios que forman parte de la sociedad sin que ésta se entere de sus repugnantes actividades) a vengar los abusos que ha recibido su hijo adolescente de diez años. Unos descerebrados lo raptaron a la salida del colegio, lo metieron en un coche y... y el pequeño no recuerda gran cosa más, aunque tiene conciencia de que algo horrible le ha pasado. Palop tiene sed, sed de sangre, de dolor y de reventarle la cabeza a hostias a esos malnacidos que abusan   de menores. La Agencia no le ha vuelto a encargar nada serio desde la muerte de Ruypérez. El Chimpancé, el mandamás de La Agencia, un cretino con cráneo de monosabio, le tiene cariño y lo contrata cuando la organización necesita un trabajo realizado con discreción. Y éste es el caso.

Malas noticias, es Palop es la segunda entrega que Editorial Base hace de la saga Palop, una serie escrita por Pascual Ulpiano, nombre que esconde tras de sí al periodista barcelonés Alberto Valle. Este libro, con poco más de ciento cincuenta páginas y una magnífica portada de Beto Martínez, recrea una pavorosa historia que discurre entre Barcelona, Oporto y México Distrito Federal. Es la historia del «almacén de los niños», algo así como un centro de provisión por el que pasa todo el material audiovisual relacionado con la pedofilia que se genera en la ciudad. A partir de que Palop mete las narices dentro de sus cuatro paredes, los cadáveres se suceden sin interrupción y la sangre fluye a mansalva.

Malas noticias, es Palop, el relato, es un pretendido pulp a la española que va más allá de lo que propone este género y que roza los límites de la novela negra. Con ella, su autor, Alberto Valle, pretende rendir homenaje a toda una forma de hacer literatura sin pretensiones, una literatura de entretenimiento, violenta y ruda, heredera en línea directa del cómic, el cine y el relato testosterónico. «Pero además de reivindicar algo menos de pretenciosidad, Palop es también mi manera de echar de menos a gritos un concepto de libro a buen precio, accesible para todo el mundo, que se pueda leer en cualquier lugar y que entretenga». No es esta, sin embargo, una historia sencilla de esas que nos atrapan desde las primeras páginas y se limita a hacernos pasar un rato agradable. Malas noticias, es Palop, va algo más allá y nos propone una reflexión que nos ayude a comprender la horrible realidad de la infame miseria a la que, de forma incomprensible, se ve sometida a veces y sin motivo aparente la condición humana.

Malas noticias, es Palop, un Palop sediento de sangre, que no escatima esfuerzos a la hora de enfrentarse a «aquellos bastardos que mejor están criando malvas».  «Tenemos un plan y tenemos el alma lo suficientemente sufrida y corrompida para llevarlo a cabo sin pestañear. Por nuestras venas, una corriente de oído ácido ardiente e imparable que termina martilleando en nuestras cabezas. En nuestras bocas, saliva que quema y afila nuestros dientes para masticar la carne muerta de nuestros enemigos, tragarnos sus almas, sus sueños, sus porvenires, sentir el aterciopelado tacto de la sangre correr gloriosamente por nuestros victoriosos gaznates y engordar nuestras entrañas con sus gritos y sufrimientos. Y satisfacer la sed. Nuestra sed. Mi sed. Ésa que no se apaga nunca. Que cuanto más bebes, más se intensifica». Párrafos como este, de un realismo escalofriante acompañan escenas de una acción descarnada y cruel. La lectura resulta confortable y, pese a tratar un tema tan comprometido   como el abuso de menores, su exposición es tolerante. Palop surgió, según palabras de su creador, doce años atrás, cuando Valle vivía en Milán. En esos momentos escribió parte de la primera entrega, «Palop juega sucio», unos folios que quedaron olvidados en su ordenador hasta que años después fueron recuperados con la decisión de darle vida al personaje. Un personaje al que acompaña todo un elenco de individuos secundarios que no tienen desperdicio alguno y que van desde Ignacio Galvao y Pere Sunyent quienes fueron los cachorros de Palop cuando este trabajaba en La Agencia, hasta Eusebio Muñoz, el Chimpancé, su exjefe, un tocapelotas que le tiene un cariño especial, pasando por la señora Paquita, a quien le quedan pocos años para jubilarse, que le hace las veces de secretaria y que le sirve de consuelo en sus momentos más depresivos. 
   
¡Ah!, y si Malas noticias es Palop comenzó con un saludo de bienvenida de Palop a su amigo Ruypérez, termina con otro de despedida, no menos afectuoso y en la misma guisa: «Me bajo  la bragueta, luego el calzoncillo y con los dedos índice, medio y corazón de mi mano derecha me la saco. Apunto bien, y un cálido y reconfortante chorro de olorosa y amarillenta orina centra su retrato mohoso de Carlos Larrañaga de mierda. Bingo y que te aproveche, hijo de perra». 
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martes, 16 de enero de 2018

MUERTE EN ABRIL. (José Luis Correa)

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MUERTE EN ABRIL
José Luis Correa
ALBA EDITORIAL, S. L. U.
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A Mario Bermúdez, un tipo pusilánime y de pocas palabras, nadie lo conocía bien, así que nadie lo echó de menos cuando desapareció un viernes florido de abril. Tras tres días descomponiéndose en la tina de su cuarto de baño, dio «señales de vida» un lunes santo, muerto y bien muerto, envuelto en olores putrefactos y engalanado con un sostén de encaje color teja y bragas y liguero a juego, lo que hacía pensar que había tenido un final movidito, ¡una muerte bien dulce, vamos! Pero la cosa no terminó ahí, el problema cobró dimensiones escandalosas cuando el viernes siguiente -Viernes Santo para más señas- apareció otro cuerpo, el de un enfermero de El Perpetuo Socorro, un tal Carlos Ventura, con síntomas de asfixia y engalanado de la misma guisa, esta vez con un canesú, una especie de camisón azul añil que le confería al cadáver un aspecto burlesco. No es preciso apuntar que la prensa comenzó a correr el bulo de la existencia de un psicópata que atacaba a solteros de mediana edad, y que el terror arraigó rápido entre la gente. La clave de todo este misterio parecía radicar en una joven que requirió los servicios de Blanco para que este demostrase su inocencia. Pero, ¿la inocencia de qué?, se preguntarán ustedes. Su nombre era Lola y estudiaba en la Escuela de Comercio Exterior. Y, ¡cómo no!, cuando Lola apareció en escena estaba muy, pero que muy asustada. Conoció a Bermúdez en una cafetería de León y Castillo y aceptó hacerse cargo del adecentamiento de su casa un par de veces a la semana para costearse los estudios. Por eso, casi le dio un yuyo cuando encontró el cadáver doblado en la bañera con la mirada puesta en ella.
   
Y aquí, en este presente, comienza la ardua labor de Joaquín Blanco. Blanco tiene una oficina en la que trabaja, la Agencia de Detectives Blanco y Moyano, situada en el número 57 de la calle Triana. Es ahí donde recibe a sus clientes, ahí donde recibe a Lola. Es en este universo donde el detective reflexiona sobre sus casos, donde bucea en su ordenador intentando atar los cabos mal anudados. Comparte esta labor con su secretaria Inés, quien en realidad -y esto que quede entre nosotros- se llama Patricia Inés. «Como se te ocurra contárselo a alguien te doy una tollina de palos que te espabilo», advierte la propia interesada. Esta oficina, la Blanco y Moyano, está descrita en las novelas de Correa de forma adocenada, es pequeña pero con espacio suficiente para un sillón de cuero donde el detective suele echar sus cabezadas de mediodía en aquellos momentos que  se inclina por comer cerca en lugar de hacerlo en casa. La entrada está dividida en dos por un biombo chino y sirve de despacho a Inés y de sala de espera. «Nuestra oficina es un habitáculo que se compone de dos cuartos, un baño y una encimera de mampostería, que, gracias a la cafetera eléctrica  y a una neverita que recibí como pago de mi primer caso, hace las veces de cocina. Con eso (y un balconcillo que da a Triana, en el que Inés ha logrado, de un modo incomprensible, que crezca un hermoso palo del Brasil) se acabó lo que se daba».

Ricardo Blanco vive en un piso de Mesa y López en apariencia tranquilo, aunque en ocasiones se vea trastornado por el ruido exterior y las discusiones de unos vecinos por momentos  bullangueros. A pesar de ello la casa del detective es un territorio apacible, donde Blanco disfruta de sus ratos de soledad y a donde orienta a alguna de sus esporádicas novias. No parece, sin embargo, que Blanco sea un personaje muy ligado a su casa, su labor se desarrolla fundamentalmente en la calle, sin horarios fijos, por lo que es frecuente verlo disfrutar de bares y restaurantes y dormir fuera. La casa es su espacio protector,  aunque en esta novela, «Muerte en abril», la asesina transgreda dos veces su umbral: la primera mientras el detective duerme y la segunda cuando se encuentra presente su novia Malena. Una Malena que tras pasarlas canutas en esta aventura termina, con gran dolor de su corazón, por aceptar que «somos un sueño imposible que amando se muere, y que lo siente y que a partir de allí nada más que eso somos, nada más».

Tanto la oficina en la que trabaja como la casa en la que habita conforman los espacios estables del detective, estabilidad  esta, que se contrapone a la inseguridad de los escenarios donde se desarrollan sus investigaciones. La constante colaboración entre Blanco y el inspector Álvarez permite que la comisaría sea otro de los espacios recurrentes en las novelas de Correa. No obstante Álvarez prefiere reunirse con el detective en bares -como el Café de Vegueta-, donde el policía cita a Ricardo Blanco para poner en hora sus averiguaciones. «Daba gusto ver almorzar al inspector cuando no tenía moscas en la sopa». En espacios como este, Blanco y Álvarez evitan la oficialidad que supone citarse en la comisaría al tiempo que se permiten tomar algunas copas y algo de comer mientras sostiene una conversación coloquial y amistosa. «...por lo que veo, tienes un plan, ¿verdad?, anda, cuéntamelo, y pásame ese plato de bonito si no te lo vas a comer». No es de extrañar, pues, que estos lugares desempeñen un papel importante en la obra de Correa; el propio escritor ha confesado en varias ocasiones que acostumbra a escribir en las terrazas de bares y cafeterías. Según sus propias palabras «Las Palmas tiene terrazas como para una boda».

El restaurante es un espacio conveniente para la realización de hechos criminales. Pablo Ferrera, el amigo del inspector al que este convence para que acuda a una cita con la presunta asesina, está a punto de morir cuando aquella lo envenena en un restaurante vegetariano detrás de la Catedral de Santa Ana y posteriormente intenta estrangularlo en un portal. Y ¿qué decir del bar Deenfrente?, un local situado, pues eso, enfrente de la comisaría y en el que Álvarez suele tomar un plato rápido mientras trabaja. Se trata, más bien, de un bar modesto pero allí Álvarez se siente como en su casa e incluso puede saltarse la dieta a la que le tiene sujeto su mujer, Susana: «Álvarez tenía siempre la misma sensación al entrar allí, la de estar en casa».

«Muerte en abril» se lee de un tirón, y es que José Luis Correa tiene un estilo ágil capaz de provocar la curiosidad del lector. Su lenguaje es directo, plagado de ironías y sutilezas y así nos conduce por los pueblos de la isla y las calles de la capital en un viaje en el que no existen los imposibles. Seguiremos leyendo a Ricardo Blanco, eso seguro.
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martes, 2 de enero de 2018

MUERTE DE UN VIOLINISTA. (José Luis Correa)

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MUERTE DE UN VIOLINISTA
José Luis Correa
ALBA EDITORIAL, S. L. U.
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«Aaron Shulman se sintió indispuesto. Comenzó a sudar.  Palideció. Dejó caer su instrumento que destrozó el silencio del teatro. Se apagó lentamente. Como una vela, en el último instante, pareció refulgir. Pero fue un espejismo. Una cruel quimera. Lo último que vio el rubio judío de Manhattan fue la preciosa lámpara del techo. La lámpara en forma de araña plateada. La lámpara de lágrimas que, esa noche, lloró sólo por él». Así describe José Luis Correa la muerte del concertino de la Filarmónica de Nueva York durante su visita al Alfredo Kraus de Las Palmas de Gran Canaria. La trascendencia internacional del caso y la necesidad de ser discretos hace que la policía recurra a los servicios de Ricardo Blanco para investigar lo que, en un primer momento, tiene todos los síntomas de ser un asesinato. Las sospechas recaen inmediatamente en Juliette Legrand, viola de origen canadiense que se encuentra sustituyendo a Rebecca Adam, la titular, que ha permanecido en Nueva York aquejada de una extraña dolencia. Treinta días llevan hurgándole el cuerpo con rabia a la Adam sin haber dado con el problema. Lo cierto es que a medida que la acción se desarrolla, Blanco se ve irremediablemente atraído por la canadiense, hecho este que le acarreará no pocos problemas.

Tras haberse dedicado a varios oficios y haber iniciado tres carreras universitarias -carreras que, por cierto, nunca llegó a terminar-, Blanco, el atípico y genial investigador de La Isleta creado por Correa, aceptó en su momento la propuesta de su amigo Miguel Moyano y, ambos de la mano, abrieron una agencia de detectives: la Agencia Blanco & Moyano, una agencia que en la actualidad cuenta con un solo investigador, una agencia que económicamente sustenta Moyano y operativamente Blanco. Y es que los ruinosos negocios de Ricardo Blanco no dan para más. Su personaje, el personaje de Correa, no es un arquetipo amañado al marco de la isla de Gran Canaria, sino que los rasgos tópicos  del detective han sido transformados por las exigencias del espacio y las características propias del personaje. Correa crea a Blanco como un narrador en primera persona, lo que le permite a éste justificarse ante sí mismo y defender ante el lector sus gustos cultos: la buena literatura, el jazz (es ferviente devoto de Charlie Parker, Miles Davis y Oscar Peterson) y el cine negro. («¿Qué quieren? Soy así desde chiquillo. Un viejo prematuro. A veces me siento capaz de cualquier cosa con tal de mantener ante el mundo una reputación de tipo duro que me queda grande como chaqueta de payaso. Pero no pienso renegar de Charlie Parker, ¿estamos?, eso ni de coña»).

Las novelas de Correa se caracterizan por un humor socarrón, una ambicionada renovación formal –sobre todo en lo concerniente a los diálogos, diálogos que el escritor incorpora a la narración-, un lenguaje poético y el empleo de formas gramaticales y expresiones propias de las islas. Su obra se encuentra a caballo entre la novela policíaca clásica y la novela negra estadounidense. Correa tiene el honor de ser el autor de la primera saga criminal ambientada en Canarias, por lo que fue pionero a la hora de configurar la capital de Las Palmas como una ciudad concerniente al género, es decir con los espacios propios de la novela criminal y la adecuación de otros nuevos. No obstante, es importante destacar que Las Palmas no es una ciudad insana ni está considerada como una urbe excesivamente violenta, su compromiso con la causa no va más allá de unos cuantos tiros perdidos y unos hechos delictivos inherentes a toda aglomeración humana, y todo ello a pesar del quilombo literario final que plantea aquí Correa, más propio de ciudades con una dosis superior de peligrosidad. Las características del género aportan a Las Palmas, eso sí, una serie de elementos que ayudan a provocar el aumento de la percepción por parte del lector del peligro inherente a la ciudad. Los acontecimientos criminales no convierten a la población en un espacio inseguro con un ambiente irrespirable, son sucesos puntuales, motivados gran parte de ellos por situaciones emocionales.

Los hoteles son un lugar recurrente en las novelas de Blanco. En «Muerte de un violinista» gran parte de la acción transcurre entre el Mencey, el emblemático y lujoso hotel de Santa Cruz de Tenerife, y el Reina Isabel de la capital grancanaria, donde residen los miembros de la Filarmónica de Nueva York durante su estancia en Canarias. Y es que el hotel, en la literatura, es un lugar de tránsito donde nadie conoce a nadie, donde todo el mundo pasa desapercibido. Este espacio pasa por ser un lugar hostil. Es ahí, en el Reina Isabel, donde secuestran a Juliette Legrand, la viola canadiense de la que se enamora el  detective. La violencia asociada al género afecta a lugares como estos, en apariencia tranquilos, pero que llevados por los acontecimientos se vuelven peligrosos. El hotel como el hospital, donde Blanco es ingresado en dos ocasiones, es retratado como un paraje  triste, ajeno y frío, un lugar de tránsito en el que es necesario conservar el anonimato para que no trascienda la labor que el investigador está desarrollando y que otro no entendería.

El mar es otro de los elementos siempre presentes en las novelas de Correa, y es que Las Palmas es una ciudad portuaria que cuenta con importantes playas, siendo el transporte de mercancías y de pasajeros -el turismo a fin de cuentas- el elemento en que basa su desarrollo económico. El mar de La Puntilla simboliza para Blanco la memoria de su abuelo, la costa en la que recompone sus chalanas Colacho y a donde él acude a visitarle cada semana. La relación entre ambos, abuelo y nieto, es tardía pero terriblemente profunda. El anciano y su padre se distanciaron en su día y su madre, claro, eligió a su marido. El viejo, todo sea dicho, no movió un dedo para reconquistar el amor de su hija. Y así pasaron diez años. «Durante esos diez años me nació la afición al jazz, al cine y a la lectura. No es difícil de explicar: si la realidad no te gusta, te inventas una propia. Y yo me refugié en la música negra. En las películas en blanco y negro. Y en cualquier libro sin distinción de color». 

Los lectores que han sido fieles a Ricardo Blanco en las dos  novelas anteriores reconocerán aquí algunos de sus rasgos ya familiares: su desastrosa vida personal, su educación culta y refinada, su tendencia al enamoramiento, su desinterés por el dinero. «Muerte de un violinista» es una buena excusa para descubrir nuevos datos sobre su pasado y preparase preparar el ánimo para lo que viene a continuación. 
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