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lunes, 31 de julio de 2023

EL DESTRIPADOR DE HOLLYWOOD

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EL DESTRIPADOR DE HOLLYWOOD: 
CUANDO LA REALIDAD SUPERA A LA FICCIÓN

La estudiante de la escuela de moda y estríper a tiempo parcial Ashley Ellerin, de 22 años, vivía en un encantador bungalow amarillo en un vecindario justo detrás del famoso Grauman´s Chinese Theatre en Hollywood Boulevard. La noche del 21 de febrero de 2001, tenía pensado ir a una fiesta y con posterioridad acudir a la entrega de los premios Grammy. Pero no acudió... 

Su compañero de cita, Ashton Kutcher, en vista de que Ashley no daba señales de vida, se acercó a su casa. Las luces estaban encendidas y su BMW estacionado en el camino de entrada. Llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Cuando iba a irse, se asomó a una ventana y vio algo extraño, un rastro de manchas rojas en la alfombra que conducía a su dormitorio. Pensó simplemente que era vino derramado.

Este vino derramado, concluirán los fiscales con posterioridad, fue consecuencia de un brutal apuñalamiento y del trabajo minucioso de Michael Gargiulo, un asesino en serie cuyos crímenes abarcan dos estados y 15 años de laboriosa investigación. En Los Ángeles, Gargiulo se ha ganado por méritos propios el sobrenombre de “Destripador de Hollywood”.

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Ahora, más de 20 años después de que los fiscales certificaran que Gargiulo apuñaló a Ashley 47 veces (¡han oído bien, 47 veces!), en su dormitorio, ya ha sido juzgado y condenado a muerte. Ha sido sentenciado por dos cargos de asesinato y un cargo de intento de asesinato en un ataque de 2008 a una tercera mujer, que, según la policía, logró defenderse y conservar la vida. A miles de kilómetros de distancia, en el condado de Cook en Chicago, también se espera que Gargiulo, de 45 años, sea juzgado por la muerte a puñaladas en 1993 de una chica de 18 años, quien se cree fue su primera víctima.

Entre 1993 y 2008, se sospecha que Gargiulo se aprovechó de mujeres jóvenes y, usó su trabajo de reparador de aire acondicionado para acceder a sus hogares y emboscarlas en medio de la noche.

En el juicio que se celebró en mayo de 2021, los fiscales demostraron que, en todos los casos, Gargiulo vivía en el mismo vecindario que sus víctimas; en algunos de ellos, incluso, al otro lado de la calle. Durante 15 años estuvo observando, esperando la oportunidad para atacar a las mujeres con un cuchillo de carnicero.

La escalofriante saga de crímenes de Gargiulo comenzó en Glenview, en el estado de Illinois (Chicago), la mañana del 14 de agosto de 1993, cuando el padre de Tricia Pacaccio salió al porche con una taza de café y vio dos zapatillas blancas de tenis donde no debían estar. Se derrumbó cuando observó el resto de la imagen: su hija yacía sin vida y ensangrentada en el escalón de la puerta, todavía con las llaves de la casa en la mano.

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Durante años la policía tuvo dificultades para encontrar pruebas físicas o sospechosos prometedores para este crimen. Pero un nombre se repetía en sus investigaciones, el de Michael Gargiulo, que tenía por entonces 17 años y vivía al final de la calle.

Conocido por su mal carácter, Gargiulo salía con el hermano de Tricia y había estado en su casa en varias ocasiones. Pero después de la muerte de la Pacaccio su comportamiento comenzó a volverse extraño. Aunque no era un amigo cercano, comenzó a comprarle regalos a los padres de ella: flores para la Sra. Pacaccio, Diane, y una camiseta para su padre, Rick. Llegó incluso al extremo de culpar a un amigo del asesinato, cuando fue interrogado por la policía, pero luego se retractó.

La única acusación seria contra Gargiulo llegó una década después, en 2003, cuando la ciencia moderna pudo confirmar que el ADN detectado en las uñas de Tricia Pacaccio coincidía con el de Gargiulo. Por aquel entonces Ashey Ellerin ya llevaba más de dos años muerta.  

La policía cree que el asesino huyó a Los Ángeles allá por 1999, cuando se dio cuenta que las autoridades de Illinois lo estaban investigando muy de cerca por la muerte de la Pacaccio. Se mudó, ¡oh casualidad!, al mismo vecindario que Ellerin, y un día soleado se presentó mientras esta intentaba arreglar una llanta pinchada. Se ofreció a ayudarla, y aclaró que era reparador de aire acondicionado y calefacción, por si ella y su compañera de curso necesitaban hacer uso de sus servicios. Y ¡vaya si lo hicieron!

Cuanto más aparecía Gargiulo por cuestiones de mantenimiento, más amistoso se volvía con Ashley, tanto es así que se presentó sin previa invitación a una fiesta que ella había organizado. Al sujeto le gustaba emocionarla con sus historias, en su mayoría inventadas, de su vida glamorosa como boxeador profesional, de las películas en las que había actuado y de la ocasión en que se electrocutó en el trabajo. Incluso, ¡vaya desfachatez!, de como las autoridades de Chicago lo estaban investigando por un asesinato.

Mientras la policía de Los Ángeles investiga a Gargiulo sucede algo extraño. Sus compañeros de Chicago se interesan por si sus colegas de Los Ángeles pueden obtener ADN de un hombre de la zona llamado Michael Gargiulo, una persona de interés en el asesinato de Tricia Pacaccio. En ese momento se contrastan ambas historias y resulta que el tipo de ataque en ambos asesinatos había sido igual, el tipo de víctima similar, asimismo la forma y el método de ataque, todo parecía coincidir, de tal forma que la policía creía ya tener a su hombre.

Sin embargo, incluso cuando la muestra de ADN que la policía de Los Ángeles obtuvo de Gargiulo coincidía con el ADN encontrado en las uñas de Tricia Pacaccio, las autoridades de Chicago sintieron que no tenían pruebas suficientes para acusar a Gargiulo. Y dado que no existían evidencias físicas en la escena del crimen de Ellerin, tampoco se le podía acusar de este. La Oficina del Fiscal del estado del Condado de Cook alegó que era posible que el ADN de Gargiulo hubiera llegado a los dedos de Tricia de forma casual.

Entretanto, Gargiulo atacó brutalmente a dos mujeres más, matando a María Bruno, de 32 años, en el Monte, California, en 2005, e hiriendo gravemente a Michelle Murphy, de 27 años, en Santa Mónica en 2008. Ambas fueron emboscadas en medio de la noche mientras dormían. Y ambas, ¡como no podía ser de otra forma!, vivían directamente frente a Gargiulo, quien las podía observar a través de sus ventanas cuando estas las tenían abiertas.

María Bruno, madre de cuatro hijos, fue apuñalada 17 veces en medio de la noche, en diciembre de 2005. Se encontró un botín médico de color azul justo en la acera de su casa, aunque pasarían tres años hasta que la policía encontrara el otro.

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La historia no se pudo encaminar hasta que Michelle Murphy, la única superviviente, luchó hasta la extenuación por su vida una noche de abril de 2008. Se despertó con un cuchillo clavado en el pecho, Empezó a agarrarlo y el cuchillo respondió cortando sus manos. Sangraba por una herida en su brazo derecho, otra en el hombro y una tercera en el torso. Pero en medio de la lucha, su atacante se cortó. Michelle aprovechó la ocasión, levantó las rodillas hasta el pecho y usó los pies para catapultar a su agresor fuera de la cama. Este cayó hacia atrás. Y, ¡oh sorpresa!, volteándose para irse, dijo: “Lo siento”.

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El rastro de sangre que Gargiulo dejó al salir fue su perdición. Fue identificado como el presunto asesino y arrestado con cargos de intento de asesinato en junio de 2008. La policía de El Monte, ante las similitudes con el ataque a María Bruno, retomó la investigación y descubrió que, efectivamente, Gargiulo vivía enfrente. Encontraron el segundo botín azul en el ático de su apartamento, desocupado desde entonces. En septiembre de 2008, la policía lo acusó formalmente de los asesinatos de María Bruno y Ashley Ellerin. Sin embargo, pasarían otros tres años hasta que los fiscales del condado de Cook acusaran a Gargiulo de matar a Tricia Pacaccio, allá por 1993.

Michael Gargiulo, un psicópata sin escrúpulos, fue condenado en Los Ángeles, en agosto de 2019, a la pena capital por el asesinato en 2001 de Aslhey Ellerin, de 22 años, y en 2005, de María Bruno, de 32. También fue declarado culpable del intento de asesinato de Michelle Murphy, quien fue brutalmente atacada en su apartamento de Santa Mónica en 2008. ¿La sentencia? Condena a muerte. ¿Aplicable? Improbable, ya que desde 2006 este estado, la meca de Hollywood, no ejecuta a ninguno de sus presos. Sea como fuere, hoy, Tricia Pacaccio, Ashley Ellerin, María Bruno y Michelle Murphy tiene la justicia que merecen. 

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domingo, 30 de julio de 2023

EL REINO (Jo Nesbø)

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En lo alto de una montaña, allá en los páramos de Noruega, hay un viejo caserón habitado por un hombre solitario. Se llama Roy, es experto en pájaros, gestiona la gasolinera del pueblo y en cada casa corre un rumor sobre él. Su vida gris se reabre cuando Carl, su hermano pequeño, regresa de su aventura universitaria. No se ven desde que se fue a estudiar a Estados Unidos, hace ya unos quince años, tras la muerte trágica de sus padres. “¿Cuántas cartas, mensajes y correos electrónicos habíamos intercambiado en todos estos años? No muchos. ¿Sin embargo, había pasado un solo día sin que pensara en Carl?”

No es necesario ser budista para reconocer el karma que afecta a los Opgard, Roy y Carl. Kurt Olsen, el sheriff de la ciudad de Os está convencido que estos dos personajillos, estos dos queridos muchachos (no hay que olvidar que sus padres murieron siendo ambos adolescentes cuando el Cadillac DeVille, un modelo de 1979 del cabeza de familia, decidió por su cuenta y riesgo hacer prácticas de vuelo por un acantilado) son dos intrigantes confabuladores. Kurt Olsen se parece cada vez más a Sigmund Olsen, su padre, el antiguo policía; no cabe duda que tiene buena cabeza para las tácticas de juego. Olsen, el agente Kurt Olsen, tiene por supuesto razón, de algo le vale su capacidad de investigación sobre este par de sociópatas a los que conoce de viejo.    

El narrador de la historia, a veces divertido, a veces inquietantemente indiferente, a veces incluso, enfurecido, es Roy, el hermano mayor, un mecánico experimentado que dirige la gasolinera de Os y su pequeña tienda anexa. Algunas personas en la ciudad piensan que Roy está enamorado de su hermano menor, al que protege de los matones y otros aldeanos molestos. Sin embargo, pronto se hace evidente que este incesto no consensuado que pone en marcha una cadena de acontecimientos cada vez más desagradables es de tipo diferente.

Si bien el daño emocional está en el corazón de la novela, el cambio social es lo que mantiene en marcha la saga de la familia Opgard. Una nueva autopista amenaza con eludir la ciudad y dejarla    arrinconada. El proyecto existe desde hace mucho, pero hasta la fecha la orografía ha salvado a sus habitantes. Como hay que horadar las montañas para hacer un túnel, la obra resulta demasiado costosa. Pero el túnel está al caer y todos los que viven del tráfico que atraviesa el pueblo lo van a pasar mal. Es Carl, quien regresa de su experiencia universitaria en Minnesota y de una carrera en bienes raíces en Toronto, quien concibe un plan para salvar la economía de Os. Quiere construir un hotel balneario de 200 habitaciones en plena montaña pelada y su idea es financiar el proyecto poniendo como aval la propiedad de los aldeanos locales... “No estamos engañando a nadie, Roy, pero no hace falta que proclamemos a los cuatro vientos que los hermanos Opgard se adjudicarán los primeros millones. Así que... ¿Quieres el dinero para tu gasolinera o no?” Esto huele a podrido. Si piensas mal, seguro que aciertas.

No hay duda que hay personas encantadoras en los pueblos montañosos de Noruega, pero la gente de Os forma, en general, un grupo triste. Chismosos, borrachos, picapleitos, ególatras, amantes celosos, pirómanos y personas dispuestas a empujar a un hombre honesto por un acantilado para guardar un secreto.

El noir escandinavo es famoso por recrear abundantes escenas sangrientas y, aunque en “El Reino” no faltan (se llega al extremo de cortar el cuero cabelludo a un hombre y colocar su cabello sobre la cabeza de otra persona para disfrazar su identidad), la mayor parte de lo espantoso aquí es de carácter psicológico. Se establece un tejemaneje espectacular entre Roy, Carl y Shannon, la esposa que Carl trae a Os desde Canadá, que no presagia nada bueno. “Por primera vez desde que había entrado miré a Shannon de arriba abajo. Llevaba un gran albornoz blanco, el cabello aún húmedo; se había duchado después de otra noche de ruidosa gimnasia en la cama. Tapada como iba siempre con jerséis y pantalones negros, nunca le había visto enseñar tanto, pero ahora veía que la piel de las esbeltas pantorrillas y el escote del albornoz era tan blanca e inmaculada como la de su rostro”. Todo ello, como no podía ser de otra manera, contribuye a que Roy no tarde en enamorarse perdidamente de su cuñada, y ella no le va a la zaga. Sus citas se vuelven salvajes y tensas.

La mayoría de los personajes de Nesbo están atormentados por la culpa. Roy se dice a sí mismo que un “robo menor, un rechazo trivial, nunca se superan. Son como bultos en el cuerpo que se encapsulan, pero aún pueden doler en los días fríos, y algunas noches de repente comienzan a palpitar”.  Por el contrario, Carl está menos preocupado por su conciencia. “Cuando se trata de vender almas -dice-, siempre es posible encontrar un mercado de compradores”.

¿Por qué los lectores como usted, como yo, aceptamos perder el tiempo ocupándonos de esta gente tan horrible? Los escritores como Nesbo tienen una habilidad especial para inculcar en sus malhechores la humanidad suficiente para que sigamos esperando que, si no son capaces de arrepentirse, al menos reconozcan su escoria moral. O podría ser que, siendo nosotros mismos moralmente imperfectos, somos tan ilusos como para esperar que se salgan con la suya. En cualquiera de los casos, este tipo de personajes -piénsese en el Tom Ripley de Patricia Highsmith, uno de los villanos más fascinantes de la novela policial- siempre han estado muy cercanos al lector. Y es que, a veces, el arte provoca respuestas emocionales y morales contrarias a las que experimentaríamos en la vida real.

Los budistas y muchos presbiterianos podrían haberle indicado hace ya tiempo, amigo lector, que “El Reino” solo podía terminar de una manera y la mayoría de ustedes encontrará en el final de Nesbo un alivio y, ¿por qué no?, una buena carga de decepción. 

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viernes, 28 de julio de 2023

NO ES PAÍS PARA VIEJOS (Cormac McCarthy)

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La ficción policiaca estadounidense más sobresaliente gira en torno a una pequeña cantidad de ingredientes. Tan restringidos son que podemos resumirlos en dos: mucha tentación y muy poca cabeza. Demasiados personajillos débiles y canallas y muy pocos héroes fornidos y justos. Y sobre todo ello, libertad; libertad y espacio. Libertad para tomar malas decisiones y espacio para salir por patas cuando la cosa pinta mal. La novela negra estadounidense es sustancialmente pesimista -en oposición a la novela de detectives que, muy al contrario, es optimista-, no trata sobre el funcionamiento de la justicia humana sino sobre el dominio del tiempo inhumano. Tal como fue imaginado y, con posterioridad, definido por Chandler, Cain, Thompson y todos sus colegas de bolsillo.

 

“No es país para viejos” de Cormac McCarthy es una variación de esta ortodoxia noir, una variación que no sorprende en absoluto a cualquier purista del género, aunque en principio el libro desorienta. Y es que, allí donde unos ven épica y heroísmo y enraízan en la cultura popular la noción del western como una aventura esencialmente americana, el viejo McCarthy ofrece una visión descarnada y tétrica de la realidad, donde la muerte siempre está presente. Después de cosechar elevadas críticas de prensa y público, McCarthy se encontró tan a gusto en sus propios laureles que uno no se explica por qué volvió a tomar la pluma. Aclamado por elevar el western de un divertimento pop a un estadio superior, el autor de la “Trilogía de la frontera”, podría simplemente haber vegetado de éxito.

Pero no, la mente juguetona de McCarthy decidió divertirse un poco y, con una expresión lingüística altamente elegante y capaz de hacer hablar hasta las piedras, premiarnos con una narración lista para ser tentada por el cine; una narración que avanza vertiginosa y descontrolada como el fuego, porque el deseo del autor no es adentrarse en nuevos senderos sino trillar los ya conocidos.

En pleno desierto, en una jurisdicción al oeste de Texas, opera -por decir algo- el Sheriff Bell, un vejete venerable e indolente, veterano de la Segunda Guerra Mundial, para quien hacer cumplir la ley de forma virulenta es menos importante que mantener la paz, descuidada e indiferentemente. Bell es un perro guardián, no un perro de ataque, que se contenta con dormitar hasta que los malhechores no le dan otra opción que morder. Bell, el Bell soñador y reflexivo de esta historia, ha pisoteado tanto terreno pedregoso en esta vida como para tener que preocuparse ahora por la sensibilidad de aquellos que se sienten a salvo en sus mullidos sillones. Satanás existe -piensa Bell-, el mundo está cada vez peor y Dios está demasiado ocupado en otros asuntos como para fijar la atención en unos pobres diablos perdidos en la inmensidad del desierto.       

La melancólica mirada de Bell en su soñador deambular alrededor de sus propios fantasmas –su cobardía en el frente, su constante  remordimiento por haber condenado a un chico a la silla eléctrica, su desencanto ante un mundo que se derrumba por momentos- se ve nublada cuando Llewelyn Moss, un cazador de antílopes, veterano de la guerra de Vietnam, descubre por casualidad la sangrienta escena de una carnicería entre narcos en la localidad de Piedras Negras del Estado de Cohauila, en la frontera de Texas y Nuevo Méjico. Entre cuerpos mutilados y paquetes de heroína, Moss se da de bruces con un maletín repleto de dinero en efectivo y, más humano que nunca, arroja su alma al pozo de las tentaciones inclinándose para recogerlo. Dos millones de dólares y el intento de salir adelante con ganancias mal habidas, ¡una pésima combinación! A partir de ese momento comienza una violenta carrera por escapar de los que quieren darle caza. La única cuestión que queda en el aire es cuánto tiempo durará esta y cuántos inocentes perecerán con él. La teología de la serpiente y el escorpión de McCarthy no ofrece a sus personajes segundas oportunidades y da a entender que las primeras nunca existieron. Moss sale corriendo con la masa en las manos como alma que lleva el diablo, como quien no tiene otra opción. Al igual que los demonios que le persiguen. Y como no podía ser de otra forma, el tráfico de drogas de quien derivó el dinero también forma parte del cortejo.   

A veces la novela raya en la caricatura, es tan incesantemente dura que amenaza con vaporizarse. Unas lacónicas oraciones simplificadas delinean la espeluznante acción, punto por punto como en un manual, desde los tiroteos en las calles principales de las pequeñas ciudades hasta el agonizante vendaje de las heridas de bala en las oscuras habitaciones de los moteles, enumerando cada disparo y graficando cada emboscada, como si la violencia fuera un proceso industrial, seco y mecánico. Los estados de ánimo de los personajes se disuelven en su comportamiento, que consiste en huir, luchar y poco más. Las mujeres implicadas en la trama están prestas a llorar y a suplicar explicaciones del caos que los hombres que lo han desatado se niegan a dar, en parte por caballerosidad de la vieja escuela, pero sobre todo porque no tienen ninguna respuesta que ofrecer. Lo único que son capaces de ofertar es violencia y armas cargadas, armas que, ¡oh sorpresa!, parecen dispararse por propia voluntad.

El diálogo en la narrativa de McCarthy es lacónico, minimalista en extremo, seco, sin adornos, sin aderezos, cada pregunta, cada aseveración, semeja un mazazo. Chigurh, Anton Chigurh, el principal villano del cuento, mercenario a sueldo de los capos del cartel, lanza los impactos más virulentos. Sólo que los suyos, hacen daño de verdad. Es un psicópata concienzudo y vigilante que hace honor a su mala salud mental. Se ha purgado de todos los escrúpulos para deambular sin problema por el mundo. Cuando tiene dudas, y Chigurh rara vez las tiene, le dispara a alguien a bocajarro o le perfora la cabeza con un instrumento neumático diseñado para sacrificar ganado. Lleva esta herramienta atada al cuerpo como si fuera una prótesis y la historia no ofrece dudas sobre quien lleva las de ganar cuando semejante matón se enfrenta a seres no tan bien equipados.      

Tal esperpento siniestro podría resultar ridículo si Mccarthy no lo mantuviera en continuo movimiento. El tal Chigurh es un genio del mando, ¡un maestro vamos!, es capaz de cambiar de pantalla y de situación cada dos páginas. Conflictos tan claustrofóbicos como una pelea de gallos en una trastienda los resuelve con una certeza mecanicista que satisface el amor bruto de su cerebro por la acción pasando por alto sus centros emocionales. La cena, pues, señores, está servida y al igual que Bell, solo podemos sentarnos y observar el horror, no influir en su resultado. Se ha dado cuerda al reloj, se ha tirado la llave, y la historia no terminará hasta que las manecillas marquen la medianoche. Tic, tac, tic, tac...  Sólo me resta poner en antecedentes que el libro deja una sensación de desaliento, la sensación de que no hay esperanza alguna.  

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