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domingo, 30 de julio de 2023

EL REINO (Jo Nesbø)

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En lo alto de una montaña, allá en los páramos de Noruega, hay un viejo caserón habitado por un hombre solitario. Se llama Roy, es experto en pájaros, gestiona la gasolinera del pueblo y en cada casa corre un rumor sobre él. Su vida gris se reabre cuando Carl, su hermano pequeño, regresa de su aventura universitaria. No se ven desde que se fue a estudiar a Estados Unidos, hace ya unos quince años, tras la muerte trágica de sus padres. “¿Cuántas cartas, mensajes y correos electrónicos habíamos intercambiado en todos estos años? No muchos. ¿Sin embargo, había pasado un solo día sin que pensara en Carl?”

No es necesario ser budista para reconocer el karma que afecta a los Opgard, Roy y Carl. Kurt Olsen, el sheriff de la ciudad de Os está convencido que estos dos personajillos, estos dos queridos muchachos (no hay que olvidar que sus padres murieron siendo ambos adolescentes cuando el Cadillac DeVille, un modelo de 1979 del cabeza de familia, decidió por su cuenta y riesgo hacer prácticas de vuelo por un acantilado) son dos intrigantes confabuladores. Kurt Olsen se parece cada vez más a Sigmund Olsen, su padre, el antiguo policía; no cabe duda que tiene buena cabeza para las tácticas de juego. Olsen, el agente Kurt Olsen, tiene por supuesto razón, de algo le vale su capacidad de investigación sobre este par de sociópatas a los que conoce de viejo.    

El narrador de la historia, a veces divertido, a veces inquietantemente indiferente, a veces incluso, enfurecido, es Roy, el hermano mayor, un mecánico experimentado que dirige la gasolinera de Os y su pequeña tienda anexa. Algunas personas en la ciudad piensan que Roy está enamorado de su hermano menor, al que protege de los matones y otros aldeanos molestos. Sin embargo, pronto se hace evidente que este incesto no consensuado que pone en marcha una cadena de acontecimientos cada vez más desagradables es de tipo diferente.

Si bien el daño emocional está en el corazón de la novela, el cambio social es lo que mantiene en marcha la saga de la familia Opgard. Una nueva autopista amenaza con eludir la ciudad y dejarla    arrinconada. El proyecto existe desde hace mucho, pero hasta la fecha la orografía ha salvado a sus habitantes. Como hay que horadar las montañas para hacer un túnel, la obra resulta demasiado costosa. Pero el túnel está al caer y todos los que viven del tráfico que atraviesa el pueblo lo van a pasar mal. Es Carl, quien regresa de su experiencia universitaria en Minnesota y de una carrera en bienes raíces en Toronto, quien concibe un plan para salvar la economía de Os. Quiere construir un hotel balneario de 200 habitaciones en plena montaña pelada y su idea es financiar el proyecto poniendo como aval la propiedad de los aldeanos locales... “No estamos engañando a nadie, Roy, pero no hace falta que proclamemos a los cuatro vientos que los hermanos Opgard se adjudicarán los primeros millones. Así que... ¿Quieres el dinero para tu gasolinera o no?” Esto huele a podrido. Si piensas mal, seguro que aciertas.

No hay duda que hay personas encantadoras en los pueblos montañosos de Noruega, pero la gente de Os forma, en general, un grupo triste. Chismosos, borrachos, picapleitos, ególatras, amantes celosos, pirómanos y personas dispuestas a empujar a un hombre honesto por un acantilado para guardar un secreto.

El noir escandinavo es famoso por recrear abundantes escenas sangrientas y, aunque en “El Reino” no faltan (se llega al extremo de cortar el cuero cabelludo a un hombre y colocar su cabello sobre la cabeza de otra persona para disfrazar su identidad), la mayor parte de lo espantoso aquí es de carácter psicológico. Se establece un tejemaneje espectacular entre Roy, Carl y Shannon, la esposa que Carl trae a Os desde Canadá, que no presagia nada bueno. “Por primera vez desde que había entrado miré a Shannon de arriba abajo. Llevaba un gran albornoz blanco, el cabello aún húmedo; se había duchado después de otra noche de ruidosa gimnasia en la cama. Tapada como iba siempre con jerséis y pantalones negros, nunca le había visto enseñar tanto, pero ahora veía que la piel de las esbeltas pantorrillas y el escote del albornoz era tan blanca e inmaculada como la de su rostro”. Todo ello, como no podía ser de otra manera, contribuye a que Roy no tarde en enamorarse perdidamente de su cuñada, y ella no le va a la zaga. Sus citas se vuelven salvajes y tensas.

La mayoría de los personajes de Nesbo están atormentados por la culpa. Roy se dice a sí mismo que un “robo menor, un rechazo trivial, nunca se superan. Son como bultos en el cuerpo que se encapsulan, pero aún pueden doler en los días fríos, y algunas noches de repente comienzan a palpitar”.  Por el contrario, Carl está menos preocupado por su conciencia. “Cuando se trata de vender almas -dice-, siempre es posible encontrar un mercado de compradores”.

¿Por qué los lectores como usted, como yo, aceptamos perder el tiempo ocupándonos de esta gente tan horrible? Los escritores como Nesbo tienen una habilidad especial para inculcar en sus malhechores la humanidad suficiente para que sigamos esperando que, si no son capaces de arrepentirse, al menos reconozcan su escoria moral. O podría ser que, siendo nosotros mismos moralmente imperfectos, somos tan ilusos como para esperar que se salgan con la suya. En cualquiera de los casos, este tipo de personajes -piénsese en el Tom Ripley de Patricia Highsmith, uno de los villanos más fascinantes de la novela policial- siempre han estado muy cercanos al lector. Y es que, a veces, el arte provoca respuestas emocionales y morales contrarias a las que experimentaríamos en la vida real.

Los budistas y muchos presbiterianos podrían haberle indicado hace ya tiempo, amigo lector, que “El Reino” solo podía terminar de una manera y la mayoría de ustedes encontrará en el final de Nesbo un alivio y, ¿por qué no?, una buena carga de decepción. 

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