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viernes, 28 de julio de 2023

NO ES PAÍS PARA VIEJOS (Cormac McCarthy)

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La ficción policiaca estadounidense más sobresaliente gira en torno a una pequeña cantidad de ingredientes. Tan restringidos son que podemos resumirlos en dos: mucha tentación y muy poca cabeza. Demasiados personajillos débiles y canallas y muy pocos héroes fornidos y justos. Y sobre todo ello, libertad; libertad y espacio. Libertad para tomar malas decisiones y espacio para salir por patas cuando la cosa pinta mal. La novela negra estadounidense es sustancialmente pesimista -en oposición a la novela de detectives que, muy al contrario, es optimista-, no trata sobre el funcionamiento de la justicia humana sino sobre el dominio del tiempo inhumano. Tal como fue imaginado y, con posterioridad, definido por Chandler, Cain, Thompson y todos sus colegas de bolsillo.

 

“No es país para viejos” de Cormac McCarthy es una variación de esta ortodoxia noir, una variación que no sorprende en absoluto a cualquier purista del género, aunque en principio el libro desorienta. Y es que, allí donde unos ven épica y heroísmo y enraízan en la cultura popular la noción del western como una aventura esencialmente americana, el viejo McCarthy ofrece una visión descarnada y tétrica de la realidad, donde la muerte siempre está presente. Después de cosechar elevadas críticas de prensa y público, McCarthy se encontró tan a gusto en sus propios laureles que uno no se explica por qué volvió a tomar la pluma. Aclamado por elevar el western de un divertimento pop a un estadio superior, el autor de la “Trilogía de la frontera”, podría simplemente haber vegetado de éxito.

Pero no, la mente juguetona de McCarthy decidió divertirse un poco y, con una expresión lingüística altamente elegante y capaz de hacer hablar hasta las piedras, premiarnos con una narración lista para ser tentada por el cine; una narración que avanza vertiginosa y descontrolada como el fuego, porque el deseo del autor no es adentrarse en nuevos senderos sino trillar los ya conocidos.

En pleno desierto, en una jurisdicción al oeste de Texas, opera -por decir algo- el Sheriff Bell, un vejete venerable e indolente, veterano de la Segunda Guerra Mundial, para quien hacer cumplir la ley de forma virulenta es menos importante que mantener la paz, descuidada e indiferentemente. Bell es un perro guardián, no un perro de ataque, que se contenta con dormitar hasta que los malhechores no le dan otra opción que morder. Bell, el Bell soñador y reflexivo de esta historia, ha pisoteado tanto terreno pedregoso en esta vida como para tener que preocuparse ahora por la sensibilidad de aquellos que se sienten a salvo en sus mullidos sillones. Satanás existe -piensa Bell-, el mundo está cada vez peor y Dios está demasiado ocupado en otros asuntos como para fijar la atención en unos pobres diablos perdidos en la inmensidad del desierto.       

La melancólica mirada de Bell en su soñador deambular alrededor de sus propios fantasmas –su cobardía en el frente, su constante  remordimiento por haber condenado a un chico a la silla eléctrica, su desencanto ante un mundo que se derrumba por momentos- se ve nublada cuando Llewelyn Moss, un cazador de antílopes, veterano de la guerra de Vietnam, descubre por casualidad la sangrienta escena de una carnicería entre narcos en la localidad de Piedras Negras del Estado de Cohauila, en la frontera de Texas y Nuevo Méjico. Entre cuerpos mutilados y paquetes de heroína, Moss se da de bruces con un maletín repleto de dinero en efectivo y, más humano que nunca, arroja su alma al pozo de las tentaciones inclinándose para recogerlo. Dos millones de dólares y el intento de salir adelante con ganancias mal habidas, ¡una pésima combinación! A partir de ese momento comienza una violenta carrera por escapar de los que quieren darle caza. La única cuestión que queda en el aire es cuánto tiempo durará esta y cuántos inocentes perecerán con él. La teología de la serpiente y el escorpión de McCarthy no ofrece a sus personajes segundas oportunidades y da a entender que las primeras nunca existieron. Moss sale corriendo con la masa en las manos como alma que lleva el diablo, como quien no tiene otra opción. Al igual que los demonios que le persiguen. Y como no podía ser de otra forma, el tráfico de drogas de quien derivó el dinero también forma parte del cortejo.   

A veces la novela raya en la caricatura, es tan incesantemente dura que amenaza con vaporizarse. Unas lacónicas oraciones simplificadas delinean la espeluznante acción, punto por punto como en un manual, desde los tiroteos en las calles principales de las pequeñas ciudades hasta el agonizante vendaje de las heridas de bala en las oscuras habitaciones de los moteles, enumerando cada disparo y graficando cada emboscada, como si la violencia fuera un proceso industrial, seco y mecánico. Los estados de ánimo de los personajes se disuelven en su comportamiento, que consiste en huir, luchar y poco más. Las mujeres implicadas en la trama están prestas a llorar y a suplicar explicaciones del caos que los hombres que lo han desatado se niegan a dar, en parte por caballerosidad de la vieja escuela, pero sobre todo porque no tienen ninguna respuesta que ofrecer. Lo único que son capaces de ofertar es violencia y armas cargadas, armas que, ¡oh sorpresa!, parecen dispararse por propia voluntad.

El diálogo en la narrativa de McCarthy es lacónico, minimalista en extremo, seco, sin adornos, sin aderezos, cada pregunta, cada aseveración, semeja un mazazo. Chigurh, Anton Chigurh, el principal villano del cuento, mercenario a sueldo de los capos del cartel, lanza los impactos más virulentos. Sólo que los suyos, hacen daño de verdad. Es un psicópata concienzudo y vigilante que hace honor a su mala salud mental. Se ha purgado de todos los escrúpulos para deambular sin problema por el mundo. Cuando tiene dudas, y Chigurh rara vez las tiene, le dispara a alguien a bocajarro o le perfora la cabeza con un instrumento neumático diseñado para sacrificar ganado. Lleva esta herramienta atada al cuerpo como si fuera una prótesis y la historia no ofrece dudas sobre quien lleva las de ganar cuando semejante matón se enfrenta a seres no tan bien equipados.      

Tal esperpento siniestro podría resultar ridículo si Mccarthy no lo mantuviera en continuo movimiento. El tal Chigurh es un genio del mando, ¡un maestro vamos!, es capaz de cambiar de pantalla y de situación cada dos páginas. Conflictos tan claustrofóbicos como una pelea de gallos en una trastienda los resuelve con una certeza mecanicista que satisface el amor bruto de su cerebro por la acción pasando por alto sus centros emocionales. La cena, pues, señores, está servida y al igual que Bell, solo podemos sentarnos y observar el horror, no influir en su resultado. Se ha dado cuerda al reloj, se ha tirado la llave, y la historia no terminará hasta que las manecillas marquen la medianoche. Tic, tac, tic, tac...  Sólo me resta poner en antecedentes que el libro deja una sensación de desaliento, la sensación de que no hay esperanza alguna.  

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