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Conocí a Tom Riplie en 1954 cuando se acababa
de publicar «El talento de Mr. Ripley» en el que se recogía la primera parte de
sus memorias. Tenía entonces 25 años de edad y se encontraba en Italia
reclutado por un acaudalado empresario de Nueva York, Herbert Greenleaf, con el
objeto de convencer a su hijo Dickie para que volviera a casa y siguiese una
carrera adecuada. Allí le localicé en la pequeña ciudad costera de Mongibello,
al sur de Nápoles, donde se enamoró de Dickie y luego acabó con su vida para
evitar ser abandonado. El cuerpo de Dickie nunca fue encontrado. Aún hoy hay
gente que cree que se suicidó. Fue Dickie el primer hombre al que mató y el
único al que lamentó matar. En realidad el único crimen que se arrepintió haber
cometido. Con ayuda de unas cartas falsificadas Tom pasó a ser su heredero y no
tengo razón alguna para poner en duda que aún sigue disfrutando de esos
beneficios.
Dickie Greenleaf fue una de las pocas
personas decentes a las que Tom mató. Más adelante también acabó con el
coleccionista de arte Thomas Murchison, golpeándolo en la cabeza con una
botella de vino en la bodega de Belle Ombre. Murchinson, aquel jactancioso
americano poseedor de un Derwatt, empeñado en demostrar que su cuadro era una
falsificación. La realidad es que a Tom nunca le gustó el asesinato, pero la
gente siempre se empeñó en que lo realizara. Hay que reconocer que sin el
dominio de «este arte», y su falta de escrúpulos para llevarlo a cabo, Tom no
sería Tom.
Si en aquellos tiempos usted hubiese tenido
la oportunidad de acudir a una fiesta en Belle Ombre, a la casa-castillo que
Tom regenta con su esposa en el pequeño pueblo de Villeperce, cerca de
Fonteinebleau, habría contemplado con placer al matrimonio turnándose ante el clavicémbalo antes de invitarle
a usted a disfrutar de la deliciosa comida preparada por su ama de llaves, la
francesa Madame Annette. Tom habría sacado su mejor vino de la bodega,
estremeciéndose ante la sangre de Murchison que todavía tiñe el suelo.
Después de la publicación del segundo volumen
de sus memorias, que apareció en 1970 bajo el título de «La máscara de Ripley»,
su biógrafa, Patricia Highsmith, presentó una copia a un amigo con la
inscripción “Para Charles con amor... de Tom”. Highsmith, quizás con la
anuencia de Tom, firmaba sus cartas con el nombre de su geniecillo favorito, un
psicópata encantador cuya dedicación a una vida de arte y refinamiento borró
por completo su conciencia. Highsmith llegó a completar cinco entregas de las
memorias de Ripley que abarcan un período de su vida de 37 años. En ellas da
cuenta de cómo Ripley mató al menos a ocho personas, la mayoría de ellas
desagradables en extremo, y como, sin embargo, siempre salió libre.
No es de extrañar que Highsmith sintiera una
especial empatía por Ripley. Con más de seis pies de altura, guapo, encantador,
él siempre se mostró capaz de afrontar una pelea. Nunca mató a nadie sin un
motivo justificado. A sus ochenta y tantos años no es una persona jactanciosa y
rara vez se arrepiente de lo que hace. La verdad es que su deseo siempre fue
cultivar flores en el jardín de su residencia de Belle Ombre y complacer los
caprichos de su encantadora esposa Heloise. Su impulso homosexual, que tantos
comentarios insidiosos suscitó, parece haber remitido con el paso de los años.
Los padres de Tom murieron en un accidente en
el puerto de Boston cuando él era aún un niño pequeño, dejándolo al cuidado de
su tía Dottie, -la «condenada tiita Dottie», como solía recordarla Tom-, una
mujer severa de la que no guarda buenos recuerdos. Desde entonces Tom ha tenido
miedo al agua. De hecho odia el mar. No en vano su elemento favorito es el
fuego. En una ocasión, creo haberlo leído en la tercera entrega de sus memorias
que se publicó allá por 1.974 bajo el título «El amigo americano», contempló
con satisfacción como un par de mafiosos sin escrúpulos se asaban en su coche.
¡Muy propio de Tom! Creo haber leído que fue parte de un plan para ayudar al
ingenuo e indefenso John Trevanny, un vecino de Villeperce, a cumplir una
comisión de asesinato en la que Tom jugó un papel decisivo. Trevanny padecía
leucemia y en la idea de que sus días estaban contados decidió aceptar una
oferta para acabar con un par de matones en Hamburgo, con el fin de dejar algo
de capital a su esposa e hijo después de su muerte. En realidad Tom hizo la
mayor parte del trabajo sucio y así me lo confesó un día en Belle Ombre. La
esposa de Trevanny, Simone, acabó escupiéndole. Aquello fue todo lo que recibió
en pago por sus servicios.
Me tropecé con él, con Tom, por última vez en
1992 en el puente de Moret, al poco de publicarse «Ripley en peligro», la
quinta entrega de sus memorias. Me contó que una enigmática pareja
norteamericana, los Pritchard, se había empeñado en sacar a la luz los
asesinatos que había cometido tiempo atrás. Hasta Tánger fue perseguido por estos
pegajosos personajes empeñados en descubrir todo su historial delictivo, desde
el asesinato de Dickie Greenleaf hasta el de Thomas Murchison, pasando por las
falsificaciones de los cuadros Derwatt. Allí en el Loing, un afluente del Sena,
los Pritchard se pasaban los días rastreando el río arriba y abajo en busca de
los restos de Murchison. Recuerdo que en aquél momento un policía informó a Tom
que su camioneta estaba estacionada ilegalmente. Tom se encontraba acompañado
de Ed Banbury, un cómplice en el fraude de los Derwatt a quién había solicitado
ayuda. Antes de regresar al vehículo lanzó un anillo de la suerte al Loing.
Perteneció a Murchison, cuyo cuerpo se halla sumergido en el mismo río desde
años atrás.
Desde el momento en que conoció a Ripley,
Highsmith sostuvo la idea de que él llevó una existencia autónoma. En 1980, en
unas declaraciones a la televisión británica, reveló que “sentía como si fuera
el propio Ripley quién estuviera escribiendo”. Ella dio a entender en sus notas
para «Ripley en peligro», la quinta y última entrega de sus memorias, que temía
que su amado Tom se estuviera volviendo loco. Tal vez por eso no hemos tenido
noticias de él últimamente. Si es así es una locura de modales perfectos, de
buen gusto, de una civilidad a prueba de bomba.