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jueves, 20 de enero de 2022

MACDONALD Y MILLAR O LA ANGUSTIA DE VIVIR

Linda Millar
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Podemos aducir sin miedo a equivocarnos que Kenneth Millar (Ross Macdonald) y Margaret Millar (de soltera Margaret Ellis Sturm) fueron la pareja menos colaboradora de entre las más célebres de la historia de la ficción criminal. Y no hay duda de que las tensiones de su matrimonio, que se mantuvo longevo durante cuarenta y cinco años y que incluyó la crianza de una hija, se vieron reflejadas en muchas de las cincuenta y dos novelas que llegaron a producir en total. Los Millar llegaron a confesarles a sus amigos que muchas de las mejores líneas de sus pensamientos de ficción provenían de las discusiones mutuas que con asiduidad  sostenían sobre los acontecimientos que rodearon sus vidas.

Los Millar llegaron a sostener una “competencia amistosa”  que durante muchos años les llevó a emparejar la fecha de  publicación de sus libros. Así, Kenneth fue el primero en imprimir cuentos, poemas, reseñas y artículos para pagar la factura de maternidad del hospital de su esposa allá por el treinta y nueve. Maggie, a su vez, fue la primera en vender una novela de misterio “The Invisible Worm” –publicada en francés bajo el título L´Invisible Ver- en el cuarenta y uno. Kenneth, por su parte hizo lo propio en el cuarenta y cuatro con “The Dark Tunnel”.

Menos amistosas, sin embargo, fueron las disputas que ambos sostuvieron sobre la forma de cómo educar a su hija. Maggie estaba decidida a criar a Linda siguiendo los dictados del “conductismo” que postulaba por que la niña obrara por su cuenta sin contar con el afecto de los padres. Kenneth, por su parte, pensaba que esto era absurdo y dañino para la menor. Los desacuerdos del matrimonio a veces se traslucían en enfrentamientos físicos, algo que aportaba muy poco a la educación de la observadora Linda.

Con el paso de los años Linda se sintió cada vez más fuera de lugar, más arrinconada en su casa. Sus padres siempre estaban ocupados escribiendo y ella desempeñaba un lugar residual en sus quehaceres. Los consejeros de la escuela primaria donde se instruía advirtieron a Kenneth y Maggie sobre la inadaptación social de Linda. Era un secreto a voces que esta se emborrachaba y mantenía relaciones sexuales de forma frecuente. Sus padres no se dieron por enterados y esperaban que la universidad fuera su salvación. Pero todo fue en vano. En 1956, Linda que contaba dieciséis años por entonces, fue acusada de homicidio por un accidente de tráfico con fuga en el que murió un peatón de cuarenta y tres años. Después de tres meses de confinamiento en un hospital psiquiátrico y un intento de suicidio fue declarada culpable por un tribunal de menores y puesta en libertad condicional.

La familia se mudó a Menlo Park en el condado de San Mateo, donde Linda completó la secundaria y fue aceptada en la UC Davis. Sus padres regresaron a Santa Bárbara. Poco tiempo después, en el cincuenta y nueve, Linda se mantuvo ausente del campus de la Davis durante ocho días, tiempo en el que su padre  la buscó con ayuda de detectives privados hasta que dio con su paradero en Reno.

El resto de la vida de Linda se desarrolló de forma relativamente tranquila. Llegó a casarse con un joven estudiante de ingeniería que conoció en UCLA y tuvieron un hijo, pero su vida quedó marcada para siempre por los acontecimientos de su adolescencia, traumas estos que quedaron reflejados en las novelas de sus padres.

Linda murió en 1970 a la edad de treinta y un años dejando un hijo de siete. Su muerte, como no podía ser de otro modo, causó  un vacío emocional en Maggie y Kenneth. Maggie dejó de escribir durante seis años, mientras Kenneth se lo tomó con más filosofía y relajó la producción de sus novelas. Con el tiempo Margaret Millar volvió a lo que conocía bien y produjo sus últimos libros a la vez que a Ross Macdonal se le diagnosticaba la enfermedad de Alzheimer, motivo por el cual se vio obligado a dejar de trabajar.

Macdonald y Millar imaginaron sucesos espantosos durante su carrera literaria pero no es no es menos cierto que también los soportaron, pagando un alto precio por la autenticidad de su ficción, una ficción que nunca pudieron desligar de los avatares por los que se condujo la vida de su única hija.

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La familia Millar hacia finales de los años 50

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sábado, 15 de enero de 2022

HISTORIA DE DIOS EN UNA ESQUINA (Fco. González Ledesma)

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El viejo inspector Méndez, Ricardo Méndez, que mantiene problemas de entendimiento con su casera –vive en una habitación en la parte trasera de un bar de mala muerte del Barrio Chino- se tropieza en uno de sus paseos urbanos con el cadáver de ojos opacos y vacíos de una chiquilla que apenas ha cumplido los trece años en un viejo edificio en ruinas de la avenida Icaria, casi a las puertas del Cementerio Viejo. La historia se complica cuando Gallardo –el padre de la infeliz-, alertado del asesinato de su hija, se fuga de la Modelo con deseos de venganza. 

En este escenario de cosas se suceden las persecuciones y los disparos a través del Barrio Chino, de Poble Sec y el Ensanche. Méndez, tendiendo los brazos mientras sujeta su Colt 45 que data de la Guerra del Catorce y al grito de ¡Policía! ¡Policía! ¡La madre que te parió!, se siente un ser maduro en buen uso y no desdeña hacer frente a todo aquél que con aviesas intenciones se le pone delante. En esas situaciones no le importan ni los reglamentos ni las órdenes ni la madre que parió a la ley.  

En un determinado momento la historia trasciende el ámbito catalán y se traslada a Madrid. Sí, Méndez es destinado en comisión de servicio a Madrid y se aloja nada menos que el Hotel Palace, un hotel donde todo es posible. Desde ser recibido en tu habitación por una dama de cuarenta y tantos probables, en actitud de sacarse el vestido por la cabeza y mostrar toda su desnudez de modelo de entre épocas a tener que vérselas con un contratado de ETA -un eficacísimo profesional- en misión de servicio. 

“¿Se puede saber por qué han montado todo este cristo? No sobreviré”, así discurre Méndez en el momento que se ve abocado a visitar las arcaicas necrópolis faraónicas del antiguo Egipto. Un país islámico, un sitio donde no puede pedir un mísero ron ni algo tan inocente como unos pies de cerdo amenizados con una botellita de gandesa. ¿Qué es lo que provoca tal furor en este superviviente de tantas batallas como para trascender los límites de su Barrio Chino y embarcarse en un crucero de placer por lo desconocido? Hace falta que la inocencia sea burlada con descaro para que la sangre de este malparido con solera, de este ser criado en barrica de roble como se define a si mismo, hierva y simplemente... no perdone.  

“Historia de Dios en una esquina” es una historia de perversión, de justicieros a sueldo, de niños inocentes, de amor, sangre, dinero y de mayores que no aceptan lo que les ha tocado vivir.  También es la historia de Méndez, ese polizonte bautizado en el franquismo y transmutado sin remordimientos a la democracia, desvergonzado, escéptico y con un humor de perros, que deja entrever su ternura con los desvalidos y su compasión con los criminales de poca monta, a la vez que se muestra implacable con pederastas y violadores. Un Méndez, hijo de los barrios bajos, eterno flâneur que cree más en la justicia de la calle que en la de los tribunales, vengador implacable que forma parte ya del acervo de la literatura española.

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