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martes, 16 de enero de 2018

MUERTE EN ABRIL. (José Luis Correa)

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MUERTE EN ABRIL
José Luis Correa
ALBA EDITORIAL, S. L. U.
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A Mario Bermúdez, un tipo pusilánime y de pocas palabras, nadie lo conocía bien, así que nadie lo echó de menos cuando desapareció un viernes florido de abril. Tras tres días descomponiéndose en la tina de su cuarto de baño, dio «señales de vida» un lunes santo, muerto y bien muerto, envuelto en olores putrefactos y engalanado con un sostén de encaje color teja y bragas y liguero a juego, lo que hacía pensar que había tenido un final movidito, ¡una muerte bien dulce, vamos! Pero la cosa no terminó ahí, el problema cobró dimensiones escandalosas cuando el viernes siguiente -Viernes Santo para más señas- apareció otro cuerpo, el de un enfermero de El Perpetuo Socorro, un tal Carlos Ventura, con síntomas de asfixia y engalanado de la misma guisa, esta vez con un canesú, una especie de camisón azul añil que le confería al cadáver un aspecto burlesco. No es preciso apuntar que la prensa comenzó a correr el bulo de la existencia de un psicópata que atacaba a solteros de mediana edad, y que el terror arraigó rápido entre la gente. La clave de todo este misterio parecía radicar en una joven que requirió los servicios de Blanco para que este demostrase su inocencia. Pero, ¿la inocencia de qué?, se preguntarán ustedes. Su nombre era Lola y estudiaba en la Escuela de Comercio Exterior. Y, ¡cómo no!, cuando Lola apareció en escena estaba muy, pero que muy asustada. Conoció a Bermúdez en una cafetería de León y Castillo y aceptó hacerse cargo del adecentamiento de su casa un par de veces a la semana para costearse los estudios. Por eso, casi le dio un yuyo cuando encontró el cadáver doblado en la bañera con la mirada puesta en ella.
   
Y aquí, en este presente, comienza la ardua labor de Joaquín Blanco. Blanco tiene una oficina en la que trabaja, la Agencia de Detectives Blanco y Moyano, situada en el número 57 de la calle Triana. Es ahí donde recibe a sus clientes, ahí donde recibe a Lola. Es en este universo donde el detective reflexiona sobre sus casos, donde bucea en su ordenador intentando atar los cabos mal anudados. Comparte esta labor con su secretaria Inés, quien en realidad -y esto que quede entre nosotros- se llama Patricia Inés. «Como se te ocurra contárselo a alguien te doy una tollina de palos que te espabilo», advierte la propia interesada. Esta oficina, la Blanco y Moyano, está descrita en las novelas de Correa de forma adocenada, es pequeña pero con espacio suficiente para un sillón de cuero donde el detective suele echar sus cabezadas de mediodía en aquellos momentos que  se inclina por comer cerca en lugar de hacerlo en casa. La entrada está dividida en dos por un biombo chino y sirve de despacho a Inés y de sala de espera. «Nuestra oficina es un habitáculo que se compone de dos cuartos, un baño y una encimera de mampostería, que, gracias a la cafetera eléctrica  y a una neverita que recibí como pago de mi primer caso, hace las veces de cocina. Con eso (y un balconcillo que da a Triana, en el que Inés ha logrado, de un modo incomprensible, que crezca un hermoso palo del Brasil) se acabó lo que se daba».

Ricardo Blanco vive en un piso de Mesa y López en apariencia tranquilo, aunque en ocasiones se vea trastornado por el ruido exterior y las discusiones de unos vecinos por momentos  bullangueros. A pesar de ello la casa del detective es un territorio apacible, donde Blanco disfruta de sus ratos de soledad y a donde orienta a alguna de sus esporádicas novias. No parece, sin embargo, que Blanco sea un personaje muy ligado a su casa, su labor se desarrolla fundamentalmente en la calle, sin horarios fijos, por lo que es frecuente verlo disfrutar de bares y restaurantes y dormir fuera. La casa es su espacio protector,  aunque en esta novela, «Muerte en abril», la asesina transgreda dos veces su umbral: la primera mientras el detective duerme y la segunda cuando se encuentra presente su novia Malena. Una Malena que tras pasarlas canutas en esta aventura termina, con gran dolor de su corazón, por aceptar que «somos un sueño imposible que amando se muere, y que lo siente y que a partir de allí nada más que eso somos, nada más».

Tanto la oficina en la que trabaja como la casa en la que habita conforman los espacios estables del detective, estabilidad  esta, que se contrapone a la inseguridad de los escenarios donde se desarrollan sus investigaciones. La constante colaboración entre Blanco y el inspector Álvarez permite que la comisaría sea otro de los espacios recurrentes en las novelas de Correa. No obstante Álvarez prefiere reunirse con el detective en bares -como el Café de Vegueta-, donde el policía cita a Ricardo Blanco para poner en hora sus averiguaciones. «Daba gusto ver almorzar al inspector cuando no tenía moscas en la sopa». En espacios como este, Blanco y Álvarez evitan la oficialidad que supone citarse en la comisaría al tiempo que se permiten tomar algunas copas y algo de comer mientras sostiene una conversación coloquial y amistosa. «...por lo que veo, tienes un plan, ¿verdad?, anda, cuéntamelo, y pásame ese plato de bonito si no te lo vas a comer». No es de extrañar, pues, que estos lugares desempeñen un papel importante en la obra de Correa; el propio escritor ha confesado en varias ocasiones que acostumbra a escribir en las terrazas de bares y cafeterías. Según sus propias palabras «Las Palmas tiene terrazas como para una boda».

El restaurante es un espacio conveniente para la realización de hechos criminales. Pablo Ferrera, el amigo del inspector al que este convence para que acuda a una cita con la presunta asesina, está a punto de morir cuando aquella lo envenena en un restaurante vegetariano detrás de la Catedral de Santa Ana y posteriormente intenta estrangularlo en un portal. Y ¿qué decir del bar Deenfrente?, un local situado, pues eso, enfrente de la comisaría y en el que Álvarez suele tomar un plato rápido mientras trabaja. Se trata, más bien, de un bar modesto pero allí Álvarez se siente como en su casa e incluso puede saltarse la dieta a la que le tiene sujeto su mujer, Susana: «Álvarez tenía siempre la misma sensación al entrar allí, la de estar en casa».

«Muerte en abril» se lee de un tirón, y es que José Luis Correa tiene un estilo ágil capaz de provocar la curiosidad del lector. Su lenguaje es directo, plagado de ironías y sutilezas y así nos conduce por los pueblos de la isla y las calles de la capital en un viaje en el que no existen los imposibles. Seguiremos leyendo a Ricardo Blanco, eso seguro.
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