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martes, 27 de febrero de 2018

EL LIBRO DE LAS PRUEBAS. (John Banville)

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EL LIBRO DE LAS PRUEBAS (The Book of Evidence)
John Banville
TRADUCCIÓN: Horacio González Trejo
EDITORIAL ALFAGUARA
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«El libro de las pruebas» es una meditación elegantemente escrita y, por momentos, oscuramente cómica sobre el mal y la culpa. Frederick Chales St. John Vanderveld Montgomery, un profesor universitario de estadística, se encuentra en la trena  por asesinato y listo para contar su historia. Su relato comienza describiendo las condiciones de la prisión, una prisión a la que él llama hogar, mostrando su experiencia como animal capturado: «Deberían dejar pasar a las masas para que me viesen: el devorador de la muchacha, esbelto y peligroso, andando de aquí para allá en mi jaula, mientras mis terribles ojos verdes parpadean más allá de los barrotes...». Montgomery dibuja los ruidos y olores de la cárcel pero se niega a hablar de la oscuridad a la que tanto él como sus compañeros de cautiverio se ven sometidos. Freddie (así es conocido en su pequeño círculo familiar) describe su vida con Daphne, su esposa, en una isla mediterránea instantes antes de regresar a Irlanda. Una vida de lujo que deja a las claras que está viviendo más allá de sus posibilidades. Allí (¿Ibiza? ¿Isquia? ¿Acaso Mikonos?) conoce a un traficante de drogas que responde al nombre de Randolph y Freddie le extorsiona con un préstamo bajo la amenaza de revelar sus actividades criminales. Randolph obtiene el dinero de un tal Aguirre, un usurero. Sin embargo, Freddy no paga el préstamo y recibe en contrapartida un paquete por correo, cuidadosamente envuelto en papel de estraza, con la oreja de Randolph. Una amenaza de Aguirre, sin duda. «Quien la hubiera sajado había hecho una chapuza y, a juzgar por el borde dentado, había utilizado algo semejante a un cuchillo para cortar pan. Doloroso». Con su esposa e hijo retenidos como rehenes, Freddie regresa a Irlanda para recaudar el dinero que debe a Aguirre y así obtener la seguridad de su familia. 
    
Ya en Irlanda Freddie se pone en contacto con su madre, Dolly, en Coolgrange y entabla una conversación incómoda con ella, algo que pronto deriva en pelea. Freddie queda sorprendido de la relación íntima que su madre mantiene con una joven veinteañera, Joanne, una joven que aquella tiene contratada como moza de cuadra de unos ponis originaros de los montes de Connemara, unas bestias feísimas que adquirió con la renta que le proporcionó la venta de la colección de cuadros de su marido, cuadros que Freddie esperaba rentar para liquidar la deuda con Aguirre. Dolly había traspasado las cuadros a un tal Helmut Behrens, un conocedor de arte. Y hacia su casa se dirige Freddie en busca de su destino...

Las referencias a ilustres predecesores son innegables en «El libro de las pruebas». Así el Meursault de «L´Étranger» -la   primera novela de Albert Camus publicada allá por 1942-, un ser indiferente a la realidad por resultarle absurda e inabordable, también se vio involucrado –como Freddie- en un asesinato sin sentido, un asesinato que ni la avaricia ni la envidia llegan a justificar, un asesinato accidental como el que quizás todos incubamos dentro. Al igual que Meursault, Freddie se siente un extraño en este mundo y no encuentra las respuestas apropiadas que justifiquen su existencia. La vida no tiene ningún sentido fuera de uno mismo, la confianza en fuerzas externas le produce una sensación de caída al abismo de lo incierto. Para Freddie y personas como él la búsqueda de la felicidad no se halla en la confianza depositada en una sociedad cuyos mecanismos y leyes son desconocidos para el individuo, la felicidad se encuentra en uno mismo, en la seguridad de la propia existencia, en la conciencia de existir. Un ser así, un ser como Freddie, jamás se manifestará contra su ajusticiamiento ni mostrará sentimiento alguno de injusticia, arrepentimiento o lástima. La pasividad y el escepticismo frente a todo y a todos guía su comportamiento, su vida está marcada por un sentido apático de la existencia y aún de su propia muerte. «La comunidad  humana... ¿cuándo formé parte de esa tribu?». El espíritu oscuro del Raskolnikov de Fiódor Dostoievski -el joven estudiante de San Petesburgo protagonista de Crimen y Castigo, que decide asesinar a una anciana usurera por considerarla un ser humano inútil para la sociedad, un piojo que sólo puede entorpecer a quienes le rodean-, también impregna la confesión de Freddie: «Me sentí como el héroe lúgubre en una novela rusa».

Freddie es todo un personaje, un ser cohibido y observador, un  sujeto que devora sin mesura la ginebra de su amigo Charlie y el excelente burdeos de su finado padre. Una figura medrosa que odia a los perros y desea a su esposa Daphne en la misma medida que a la mejor amiga de ésta, Anna. Es rencoroso y propenso a burlarse de todo y de todos: «Estaba avergonzado. No puedo explicarlo. Es decir, podría. Pero no lo haré». Tiene destellos de humor sardónico, especialmente en las que escenas de enfrentamiento directo con su madre, escenas que le provocan un «ardor de estómago filial». En su afán de culpar de todos sus males a su madre, se queja: «¿Es de extrañar que haya acabado en la cárcel?». Bajo el escrutinio de Freddie el concepto del mal se evapora, para él la maldad es solo una palabra: «Me pregunto si es posible que la cosa misma –la maldad- no exista, si esas palabras extraordinariamente difusas e imprecisas no son más que un ardid, una especie de compleja cobertura del hecho de que no hay nada».
Para capturar el espectro completo de los estados de ánimo lunáticos de Freddie Montgomery, John Banville se apoya en una prosa flexible y fluida. El escritor es un «pintor literario» de paisajes. La pieza central de la novela es el asesinato de la criada, una joya horrible que es transmitida por Banville con una precisión lapidaria: «Al darle el primer golpe esperaba oír el chasquido duro y definido del acero sobre el hueso, pero fue más parecido a machacar barro o masilla endurecida... Pensé que bastaría con un buen intento, pero como demostraría la autopsia, tenía el cráneo extraordinariamente fuerte». Y como siempre en Freddie el humor alivia la negrura: «Se llevó una mano a la cabeza en el preciso momento en que volvía a atizarla y cuando el martillo le dio en la sien sus dedos estaban en medio, oí que uno crujía, hice una mueca de desagrado y estuve a punto de pedirle disculpas». El asesinato fue solo un desencadenamiento de la ira primaria. No hubo plan: «la maté porque podía». Banville apostó que sería capaz de escribir una historia fascinante sobre un monstruo, y simplemente lo ha conseguido.
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