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En
la actualidad es aceptada la idea que aquello que mide el rédito, el verdadero
valor de una novela es la forma que el escritor adopta a la hora de usurpar la
realidad que lo rodea. Ante una declaración tan sutil y anfibológica como ésta cabe
preguntarse cuáles son los ingredientes necesarios para confeccionar una
historia criminal exitosa y convincente. Es ésta una cuestión que ha abrumado
durante años la mente de todas aquellas voces literarias que han derramado su
mirada sombría sobre la realidad y el desorden moral del novelesco noir. Dar
respuesta categórica a una pregunta así no es, en absoluto, una cuestión fácil,
ni baladí. No son pocos aquellos que argumentan
que toda obra que ambicione pertenecer a la flor y nata de la literatura
criminal debe contar con un delito, a ser posible sorprendentemente original. Otros,
en cambio, abogan por la presencia de un villano, que permanezca oculto hasta
el desenlace final de la historia o, ¿por qué no?, la de un héroe que nos conmueva
con su ingenio y su valor. Es indudable que todos estos ingredientes son preciados
a la hora de dar formato a un relato noir, pero yo tengo por seguro que el componente
esencial de toda novela negra original, positivista y concluyente es el espacio
en que ésta se desarrolla, la localización que da cobijo a los hechos y que toma
forma corpórea en la figura de «la ciudad».
Los
asiduos lectores de las novelas policiales no necesitan grandes descripciones
para reconocer el ambiente urbano asociado a esta categoría literaria, ambiente
que sin la menor duda son capaces de vincular a las imágenes cinematográficas
de las películas del mismo género. Tanto Times Square, el corazón de neón de la
mitificada Nueva York, como la mirada diferente que propone el Empire State o
la alternativa a la selva de cemento que nos brinda Central Park, son
instantáneas inconfundibles en toda mente soñadora, mil veces representadas en
nuestra imaginación por su provocador embrujo.
La
literatura criminal, traviesa y juguetona y no por ello menos despiadada, nunca
ha dejado de establecer firmes vínculos entre sus lectores y los lugares
narrados. Siempre ha intentado situar en un estado de cotidianidad monótona a
sus personajes, al tiempo que ha trasladado a los lectores a los sitios que le
son ya familiares para posteriormente y, sin la menor compasión, arrojarlos a
ambos al cieno de la ignominia.
La
ciudad, escenario conveniente donde solazar nuestra remozada imaginación, lugar
simbólico de nuestras aprensiones y desasosiegos más profundos, es el instrumento
que ha servido de candileja con que alumbrar la historia narrada y que con el
transcurrir de los años se ha transformado en condicionante para que los
sucesos germinen y se perfeccionen. Sus calles sombrías, sus estrechos
callejones y sus edificios dotados de poliédricas geometrías son escondrijos
perfectos para los ladrones que succionan nuestras miserias, los predadores que
roban la inocencia de nuestros hijos, y los psicópatas que torturan y asesinan
por razones que sólo ellos comprenden.
En
el ideario del «noir» la ciudad no comparece como un mero estereotipo, antes al
contrario, adopta formas caprichosas e inquietantes, formas que le confieren
una apariencia inhumana tras la que, como manifestaba Chandler, «late un
corazón de piedra». La ciudad es un ente dinámico, imbuido de su propia
identidad y provisto de proteicas intenciones. En esta «jungla de asfalto»,
como la bautizó W. R. Burnett, el sino de cada individuo se fusiona con el de
la propia ciudad, y alma y espacio se amalgaman
para crear una sola entidad, un inmanente diformismo, un tenaz acomodamiento
que responde como nadie a las singularidades de la dimensión urbana y la
dimensión humana y que interpreta de forma declarada la ontología de la propia
ciudad. Es en este amasijo de hormigón donde trajinan los humanos; aquí donde surgen
nuevas versiones de los laberintos, las cavernas y los antros. Una
exégesis que retoma para si la escritura
negra, la escritura urbana por excelencia.
Seres
y lugares, tiempos y miradas. Torbellino desordenado de voces y ruidos
inarmónicos. Desesperación singular extirpada de un sueño amargo. Duplicidad
oculta tras la belleza... Calles henchidas de tinieblas, confusión y vacío; aceras
saciadas de masas humanas irreconocibles; grafitis tornasolados que acicalan
solares con rejuvenecidas pinturas rupestres; hogares anónimos y parques
entoldados de verde; bosques umbríos y malaventurados rincones; olas que va a
morir a playas de arena de azúcar, donde el mar ronronea como gata en celo. Ésto
es la ciudad, «la ciudad en noir».
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