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LA VOZ DEL VIOLÍN (La voce del violino) Andrea Camilleri TRADUCCIÓN: María Antonia Menini Pagès EDICIONES SALAMANDRA |
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Cronológicamente «La voz del violín» es la
cuarta entrega de la serie del inspector Salvo Montalbano y su equipo de
detectives de Vigàta. La novela es un ejemplo perfecto de todo lo bueno que
encierra la saga. De forma fortuita y a causa de la impericia en la conducción
de un colega Montalbano descubre el cuerpo sin vida de una mujer en un chalet
desierto. Todo parece indicar que fue estrangulada mientras hacía el amor. Su
ropa ha desaparecido. «Vio tres puertas cerradas. La primera que abrió le
permitió ver un pequeño y ordenado dormitorio de invitados; la segunda le
mostró un cuarto de baño más grande que el de la planta baja, pero en el que, a
diferencia del otro, reinaba un considerable desorden. En el suelo había un
albornoz de rizo de color rosa, como si la persona que lo llevaba se lo hubiera
quitado a toda prisa. La tercera puerta correspondía al dormitorio principal. Y
estaba claro que el cuerpo desnudo y casi arrodillado pertenecía a la joven y
rubia propietaria que, con el vientre apoyado en el borde de la cama,
permanecía con los brazos extendidos y el rostro enterrado en la sábana
reducida a jirones por las uñas que la habían agarrado con fuerza en medio de
los espasmos de la muerte por asfixia.»
El viejo jefe de la brigada policial de
Vigàta y a la vez mentor de Montalbano, Jacomuzzi, se ha retirado por fin. Su
nuevo mandamás, el doctor Vanni Arquà, trasladado desde Florencia, es el vivo
retrato de Harold Lloyd, permanentemente despeinado, vestido como los sabios
distraídos de los años treinta y fiel al culto de la ciencia. Y además es un
cabrón de cuidado. A Montalbano no le cae bien y Arquà le corresponde con
análoga antipatía. El inspector pronto se ve atrapado en las redes de la
política y es alejado del caso. Así, tras la muerte de un sospechoso en un
tiroteo, un pobre idiota enamorado de la víctima, sus superiores dan por
cerrado el asunto. Sin embargo, Montalbano es incapaz de deshacerse de la
necesidad de averiguar quien cometió el crimen.
Es ésta una historia regada de subtramas, relatos
con interés propio que se cruzan entre sí: ¿llegará a buen puerto la relación
sentimental que Montalbano comienza con Anna Tropeano, la atractiva amiga de la
víctima?; ¿qué sucederá con François, el niño tunecino que Montalbano y su
compañera Livia decidieron adoptar en la historia anterior?; ¿cómo logrará
Montalbano hacer frente a los intentos de sus superiores para sacarlo del caso?
De hecho, todas las novelas de esta serie son
una descuidada traza de los libros de Raymond Chandler sobre Philip Marlowe. La
trama principal no interesa a Camilleri. Si así fuera, Montalbano habría deducido
poco después del descubrimiento del cuerpo de Michela Licalzi, mujer de un
médico boloñés sesentón e impotente, que ésta llevaba un móvil y habría
comprobado los registros de llamadas. De haberlo hecho así la historia podía
haber terminado ahí. Pero una pronta conclusión habría dejado huérfano al
lector de las delicias imaginativas de un Camilleri fértil, al tiempo que lo
habría privado de la degustación de la biblioteca inagotable de personajes
secundarios salidos de su imaginación y de las sorprendentes situaciones en las
que los coloca.
Personajes secundarios éstos que conforman la
vida del comisario y que no han variado
excesivamente desde su primera aventura. Livia, su novia de siempre, que
trabaja en Génova, y con la que se reúne lo justo para que el amor y la pasión
no acaben en trifulca, es constantemente relegada a un segundo plano en sus
pensamientos. Expresiones del tipo ¡Santo cielo, no me acordaba de Livia!, y
respuestas como ¡Déjame dormir Salvo!, se suceden con inadecuada regularidad a
lo largo de las páginas de cualquiera de sus novelas. Mimi Auguello, una
especie de donjuán con el que mantiene reiterados encontronazos verbales. El
inspector Fazio y su interminable ringlera de datos del registro civil que suponen
un auténtico quebradero de cabeza para el inspector. Bonneti-Alderighi, un jefe
cobarde e inútil, un lameculos del montón con apellidos heráldicos, («estaba
claro que su cuarta parte de sangre azul se le había subido a la cabeza y se
veía a sí mismo con la crisma coronada»), y que no le tiene en consideración:(«-Le
seré muy sincero, Montalbano. No le tengo en mucha estima»), y a quien él
guarda justa reciprocidad («-Yo a usted tampoco –dijo el comisario sin ambages»).
El fiscal Tommaseo, un obseso sexual, que le trae constantemente a la mente una
frase de Manzoni que ha leído en algún sitio acerca del otro y más celebre
Nicolò Tommaseo: «Este Tommaseo tiene un pie en la sacristía y otro en el
burdel». Pasquano, el forense, siempre en guerra con los de la Científica,
hasta el punto de que su lema vital es «o ellos o yo», donde «ellos»,
evidentemente, son los de la Científica. Y por último el agente Catarella,
«personalmente y en persona», sin lugar a dudas el protagonista de todo este
retablo de secundarios, un trabalenguas andante que acapara los momentos más
hilarantes de la historia.
Gran parte del placer que proporcionan las
novelas de Camilleri emana de una inmersión en la atmósfera local de Vigàta. Vigàta,
el barrio de Marinella y Montelusa, son tres lugares inexistentes que aúnan los
rasgos de la Sicilia más típica. Una Sicilia que según el propio Camilleri es
«una profunda gruta a cielo abierto». Vigàta es descrita como una ciudad
costera sin grandes atractivos turísticos. La casa que Montalbano posee frente
al mar está situada en el supuesto barrio de Marinella, trasunto de la playa de
Punta Secca, bañada por el mar de África, con el olor de su puerto que es «una
proporción perfecta de jarcias mojadas, redes puestas a secar al sol, yodo,
pescado podrido, algas vivas y muertas y alquitrán». La comisaría de policía
donde labora Montalbano está inspirada en la vieja alcaldía de Scicli,
levantada a 20 kilómetros tierra adentro e ignorada por la mayoría de los
visitantes. En definitiva la Sicilia de Camilleri, la Sicilia de Montalbano, es
un lugar hecho con la mezcla de varios. Una potestad ésta que sólo poseen
aquellos que son capaces con su escritura de levantar ciudades allí donde sólo
hay mapas.
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