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“Huérfanos de Brooklyn” (Motherless Brooklyn,
1999), de Jonathan Lethem comienza con un asesinato: Frank Minna, propietario
de una agencia de mudanzas y posteriormente de detectives en el centro de
Brooklyn, es tiroteado cerca de un contenedor de basura. Sam Spade decía en “El
halcón maltés” que cuando matan a tu socio se espera que hagas algo. A Minna lo
veneraban como a un dios sus cuatro detectives, cuatro huérfanos a quienes
rescató del St. Vincent´s Home for Boys siendo adolescentes para dedicarlos al
noble arte de la investigación. Veinte años atrás Minna desapareció después de
que un martillo le destrozara la furgoneta y devolvió a los huérfanos a su
orfandad. Reapareció dos años después con la agencia de mudanzas reconvertida
en agencia ilegal de detectives, para asumir el riego de amparar sus huérfanos
por segunda vez. Y a los “Minna Men” (“los cuatro de Minna”) les toca ahora
descubrir quién liquidó a su jefe y por qué.
Lionel Esroog y Tony Vermonte, las dos luces
más brillantes del grupo, toman la iniciativa en la investigación de forma
tímida, retenidos por las sospechas mutuas. Al final, el más raro de los
pupilos de Minna, Lionel Esrrog, será quien asuma el papel de investigador; un Esrrog que padece un sinfín
de tics nerviosos y a quien le salen las palabras de la boca de forma
atropellada e incontrolable, al tiempo que sus manos no pueden evitar tocar
impulsiva y compulsivamente todo lo que tiene cerca. Y es que Esroog, amigo
lector, padece el síndrome de Gilles de la Tourette, una rara enfermedad
nerviosa caracterizada por movimientos repetitivos y sonidos indeseados que no
puede controlar.
Tony Vermonte lleva una vida complicada. Al
tiempo que trata de enmascarar su conexión con los mafiosos Matricardi y
Rockaforte -Alphonso y Leonardo para los
más allegados, dos ancianos de piel pálida y blanda que permanecen recluidos en
un diorama del viejo Brooklyn-, mantiene una relación sexual con Julia, la
viuda de Minna. Esroog siempre ha estado enamorado de ella, por lo que el
romance de Tony le parece una traición. En “Huérfanos de Brooklyn”, como no
podía ser de otra forma, no falta la femme fatale, la mujer imponente del
paternal Minna, ya viuda y amargada después de quince años ejerciendo de ama de
casa cabreada. “Soy heredera de una agencia de detectives ineptos y corruptos”,
se lamenta. “¡Ineptos y correctos!, responde como un loro el cerebro del
touréttico, prisionero del síndrome, poco antes de que lo rapten cuatro matones
zen que todavía llevan los óvalos de color naranja fluorescente colgando de las
gafas oscuras que usan como antifaces, donde se lee ¡6,99 dólares!. “Parecían
un grupo de los que tocan en las bodas”, comenta con posterioridad y de forma
jocosa el nuevo Marlowe.
La historia de la novela criminal está
repleta de sabuesos con diversidad funcional: jorobados, tuertos, cojos, mancos
y sordos. ¡Hasta perros detectives a lo Sherlock Holmes han tenido la
oportunidad de deleitarnos con sus altas capacidades de observación! Jonathan
Lethem ha añadido a tan selecto elenco
un touréttico. Si el Mike Hammer de turno era duro, frío e impasible como el acero,
Esrrog, el detective de “Huérfanos de Brooklyn” es delicado, todo gestos,
manoteos, susurros, berridos y alharacas. Sus palabras incontroladas se
precipitan fuera de la cornucopia de su cerebro haciéndole cosquillas a la
realidad. Para Esroog la tensión de querer callar hace que callar sea en todo
punto imposible: ¡Tourette es una mierda!
Es en estas parodias de novelas de detectives
en las que Lethem deja patente su afición por el género, al tiempo que presenta
una curiosa ambigüedad. El escritor es un devoto de la novelística policial, no
nos cabe duda, pero uno que reconoce su cansancio. Cuando Esroog recibe un
golpe en la cabeza con una pistola, el autor comenta: “Han sido tantos los
detectives a los que han golpeado y han caído en extrañas oscuridades
mareantes, tal la cantidad de vacíos surrealistas y no obstante no tengo
ninguna contribución a esta dolorosa tradición”. Pero si seguimos leyendo,
vemos que no es así: “Mi caída y mi ascensión a través de la oscuridad se
caracterizaron únicamente por la nada, la vacuidad, la ausencia y el
resentimiento porque fuera así. Salvo por los granos. Fue una nada granulada.
Un desierto de granos”. Al reconocer la cualidad exagerada de la escena del “golpe
de gracia” y desafiarse a sí mismo para superarla, el escritor establece un
doble juego del que sale beneficiado el lector.
Lethem convierte el cerebro touréttico de
Esroog en un personaje virtual que describe, con una solicitud casi paterna,
los orígenes y mecanismos de sus tics: “El chico paliducho de trece años que
fue ofrecido a Minna era propenso a taconeos, silbidos, chasquidos de lengua,
guiños, giros rápidos de cabeza, caricias de pared, en fin, a todo menos a las
declaraciones directas que tanto anhelaba su mente taurética”. Esroog recuerda como,
cuando era niño, tomó a Charlie Chaplin y Buster Keaton como modelos: “echaban
chispas ante cualquier agresión, pero conseguían mantener la boca cerrada y así
esquivaban siempre el peligro”. Aprendió rápido la lección: silencio, oro,
¿entendido? Pues eso, entendido. Así que Esroog intentó mantener la lengua
sujeta entre los dientes y, una y otra vez, se tragó las palabras como vómitos.
Estos brebajes deliberadamente joyceanos compensan con creces lo que les falta
de verosimilitud.
Para Minna y su equipo, Esroog es un ser “especial”.
Pero el inescrutable jefe lo valora como un “engendro gratis”, la prueba de lo
impredecible, dura y patética que es la vida; un modelo a escala de su propio
corazón chiflado. Algo así como una broma andante, un ser ridículo, inverosímil
e imperceptible. Así se presenta el propio Esroog al comienzo del relato:
“Disfrázame y verás. Soy un voceador de feria, un subastador, un artista de
perfomances del centro de la ciudad, un experto en lenguas ignotas, un senador
borracho de maniobras dilatorias. Tengo el síndrome de Tourette”. Y a pesar de
todo esto, Lionel Ersoog es también un tipo inteligente, un detective perspicaz
y tenaz que está completamente decidido a llegar al fondo del asunto, y el
fondo del asunto es, simple y llanamente, ¿por qué le dieron el pasaporte a
Minna, cuando no tenía intención de viajar?
Bajo la apariencia de una novela de detectives, Lethem ha desarrollado aquí una historia de investigación penetrante que revela cómo la mente inconsciente no es racional, una novela policiaca sombría, un thriller en el que la claridad no emerge hasta la página final. “Huérfanos de Brooklyn” nos sumerge en la densa espesura de la mente humana, un lugar donde las palabras se dividen y se entrelazan en una maraña cada vez más profunda.
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