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jueves, 18 de agosto de 2016

RELECTURA: «LAURA». (Vera Caspary)

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LAURA (Laura)
Vera Caspary
TRADUCCIÓN: Pilar de Vicente Servio
ALIANZA EDITORIAL, S. A., 2016
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Una vez que uno ha visto la versión cinematográfica de un libro, y lo que es más, si la ha visto en varias ocasiones, es imposible erradicar por completo de la mente las imágenes de la película. Mientras leía «Laura», me encontré comparando a la preciosa Gene Tierney con la ficticia Laura, y por supuesto al pulcro y malintencionado Clifton Webb con la visión que Caspary tiene de Lydecker. Sin embargo, -¡lo que son las cosas!-, a Caspary le molestó mucho la interpretación que de «Laura» realizó Preminger. Ella discrepó con el director sobre la forma en que éste representó la sexualidad de Laura en su versión cinematográfica de 1944. La rabia de Caspary, como ella misma la llamó, se mantuvo tan intensa que décadas después de la filmación de la película, llegó a atacar verbalmente a Preminger en un restaurante.

La ciudad, aquella mañana de domingo, estaba en calma. Así comienza «Laura» de Vera Caspary...

El detective de la policía de Nueva York Mark McPherson es asignado a un caso de asesinato. La víctima es Laura Hunt, una ejecutiva de publicidad muy exitosa y bien remunerada. A partir de las pistas recabadas en la escena del crimen parece que la noche del viernes Laura contestó al timbre y al abrir la puerta recibió un disparo a quemarropa en la cara. Así que tenemos un hermoso cadáver en la losa de la morgue y existe un asesino sin nombre suelto, pero también hay una serie de preguntas sin respuesta acerca de Laura. La noche del asesinato Laura había quedado para cenar con su amigo Waldo Lydecker, y luego se había planteado salir de la ciudad y viajar a su localidad de origen, quedando en volver el miércoles para contraer matrimonio con Shelby Carpenter. Las preguntas surgen por sí solas: ¿Por qué se canceló la cena con Lydecker? ¿Por qué Laura no se lo comentó a Shelby? ¿Por qué estaba todavía en la ciudad el sábado por la mañana? Y, ¿qué hacen dos vasos sucios en su dormitorio? 

Cuando McPherson profundiza en torno al caso descubre que las personas que aman a Laura –su prometido Shelby, su amiga y confidente Diane Redfern, el erudito Waldo Lydecker y su neurótica tía, Susan Treadwell-, no dicen la verdad. ¿Qué esconden entonces?

Uno de los valores capitales de «Laura» radica en el diseño del personaje de Waldo Lydecker. Caspary adoptó la técnica narrativa de Wilkie Collins de alternar múltiples voces en el relato de la novela y creó a Lydecker bajo el molde del conde Fosco, un personaje de la obra de Collins «La dama de blanco». «Mis proporciones son, si acaso, demasiado heroicas. Aunque mido casi diez centímetros por encima del metro ochenta, lo magnífico de mi esqueleto queda eclipsado por el peso de mi carne». El esteta y periodista Waldo Lydecker, una de las tres voces narrativas de la historia, cuyos defectos se extienden desde el deseo hasta la gula, es un producto estéril, afeminado y exigente de la sociedad de Nueva York. «Soy el hombre más mercenario de América. Nunca hago nada sin calcular los beneficios». La cena que Mark McPherson, el detective que investiga el asesinato de Laura, celebra con Waldo en Montagnino -donde comparten una buena comida, música, vino, y brandy- muestra a un Waldo bruto y obsesionado con la perfección: «Madame, tenga la amabilidad de apiadarse de los tímpanos de alguien que oyó a Tamara presentar esa encantadora canción y reprima sus torpes esfuerzos por imitarla».

Caspary utiliza muchas convenciones de la mujer fatal en el diseño de Laura. Es hermosa y despierta sentimientos eróticos en los hombres que la conocen. «Volvió a resonar el trueno. Entonces, la vi. Tenía el sombrero empapado por la lluvia en una mano y un par de guantes ligeros en la otra. El vestido de seda salpicado de agua se le ceñía al cuerpo. Medía un metro setenta, pesaría unos sesenta kilos y tenía los ojos oscuros ligeramente sesgados, el pelo moreno y la piel bronceada. Y unos tobillos que no estaban nada mal». «Laura» es, de hecho, una novela sobre el deseo y el apetito sexual, pero el deseo es aquí sólo tangencialmente sexual. La vida y los anhelos de Laura son un reflejo de los de su creadora; ella ansía una existencia digna de ser representada en un lienzo: una carrera exclusiva de un hombre y una vida satisfactoria, que incluya amor, amistades duraderas, buena comida, buena bebida, teatro, arte...

Caspary nos permite obtener la medida de los personajes principales de su novela en tan sólo un par de frases. Así, la tía de Laura, Susan Treadwell, es una mujer que gotea miel, pero escupe ácido: «Espero que encuentre al monstruo..., espero que lo encuentre y le saque los ojos y le atraviese el cuerpo con clavos ardiendo y lo fría en aceite hirviendo». Es fácil desdeñar a la tía de Laura, la señora Treadwell. Mientras está sumida en las profundidades del luto, se encuentra lista para evaluar la riqueza de su sobrina muerta y pelearse con cualquiera que tenga derecho a una porción de la herencia de Laura. Al igual que con todos los personajes de la novela, hay mucho más allá de la señora Treadwell de lo que aparece a primera vista. 

McPherson se encuentra sometido a una considerable presión durante toda la investigación del caso, pero su avecinamiento con la delincuencia no entorpece la fascinación que llega a experimentar por Laura. Se obsesiona con ella desde el momento que contempla su retrato en el apartamento de la víctima. «El mejor rasgo del cuadro, igual que el mejor rasgo de Laura, eran los ojos. La tendencia oblicua, enfatizada por la acusada inclinación de las cejas oscuras, daba a su cara aquel aire tímido, como de cervatillo, que tanto me había hechizado el día que abrí la puerta a una niña delgada que me pidió que promocionase una estilográfica». Comienza interesándose por el tipo de libros que lee, para luego pasar a una información más íntima: «Tenía enamorados a montones de hombres, ¿no es así?». «¿Cómo es que no se casó?»...

Asimismo, McPherson siente una aversión inmediata hacia el novio de Laura, Shelby, un hombre cuyo encanto del sur es capaz de seducir a las mujeres a primera vista. Antes de conocer a Laura Shelby vendía lavadoras -¿o eran envolturas para salchichas?, argumentaría jocosamente la señora Treadwell- y, tras saltar de un trabajo precario a otro, no ganaba más allá de treinta dólares a la semana cuando Laura le procuró un empleo en su oficina. «El espejo alargado enmarcó su primera impresión de Shelby Carpenter. Sobre el fondo de los muebles amortajados, Shelby recordaba a una figura brillantemente litografiada en el póster chillón de una película de cine que decorase  el sombrío granito de un antiguo teatro de la ópera. El traje oscuro elegido para aquel día de luto no conseguía apagar su vívida grandeza. Una energía masculina relucía en su piel bronceada, centelleaba en sus ojos gris claro, henchía sus poderosos bíceps».

Caspary toma a sus personajes, –el superficial Shelby, el peculiar Lydecker y la banal señora Treadwell-, y los coloca al borde de la delincuencia. Bajo el escrutinio de McPherson todos ellos se convierten en aduladores de Laura; marionetas ubicadas en una órbita que gira alrededor de esta mujer hermosa, extraña e insondable. Podemos saborear esta obra maestra por muchas cosas: por su capacidad para que nos identifiquemos con los malvados o por la hipnótica secuencia de la primera aparición de Laura. «Laura» deviene en delicada, exquisita, por momentos vibrante y siempre melancólica, maravillosamente bien escrita, e inolvidablemente, autentificada por la perfecta recreación de los personajes -en especial el de la propia Laura-, uno de los seres más subyugantes, vulnerables y bellos que nos haya legado la novela negra. En general el relato, «Laura», el resultado de un monumento del arte creativo, constituye un extraordinario testimonio de una concepción de la creación sólo calificable como clásica y, por tanto, imperecedera. 
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