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lunes, 19 de diciembre de 2016

EL PERRO DE TERRACOTA. (Andrea Camilleri)

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EL PERRO DE TERRACOTA ( IL cane di terracotta)
Andrea Camilleri
TRADUCCIÓN: María Antonia Menini Pagès
EDICIONES SALAMANDRA, S. A.
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Camilleri nació en 1925 en Porto Empédocle, en la provincia de Agrigento, al sur de Italia. Llegó tarde éste gran maestro de la novela negra a la escritura, pues publicó su primer libro a la edad de 53 años. Antes de éso había sido miembro del Partido Comunista y ejercido como profesor y director de teatro. También fue productor de televisión. Entre sus publicaciones se cuentan ensayos, crónicas y narraciones ambientadas en la Sicilia de finales del siglo XIX. Durante más de tres décadas ha trabajado en Roma, donde en la actualidad vive con su esposa.

«El perro de terracota» es la segunda entrega de la excelente serie de novelas salidas de la pluma de Andrea Camilleri y protagonizadas por el melancólico inspector siciliano Salvo Montalbano. Personaje peculiar donde los haya, Montalbano es un funcionario celoso, representante de la Policía estatal, respetuoso con la ley, (ley que no duda en violar cuando sus casos lo requieren; no es de extrañar, por ello, que esta falta de ortodoxia con la legalidad le acarree no pocos problemas con sus superiores), lector voraz y gran amante de la gastronomía y de su propia tierra siciliana. Trabaja en la pequeña localidad de Vigàta, en la provincia de Montelusa, nombres éstos de invención, que supuestamente corresponden con la localidad de Porto Empédocle, -lugar de nacimiento de Camilleri-, en la provincia de Agrigento.

«El perro de terracota» comienza con una llamada telefónica de uno de los viejos amigos de Montalbano, Gegè Gullotta, -un pequeño camello de la droga blanda, organizador de un burdel al aire libre conocido como «el aprisco»-, que le propone una reunión con un mafioso local apellidado «Tano el Griego». De forma insólita y un tanto estrambótica, Tano quiere organizar su propia captura por «motivos de salud». Como él mismo señala ha llegado el momento de hacerse a un lado antes de que una nueva generación de criminales lo deje muerto en una zanja. «Los tiempos cambian y la rueda gira muy rápido», alega Tano. Por tanto, ambos urden una estratagema en la que «El Griego» es detenido tras un heroico tiroteo en una casucha situada en lo alto de una montaña y rodeada de olivos gigantescos.

Diversas son las tramas que surcan las páginas de este libro. Un robo absurdo en un supermercado culmina con la aparición al día siguiente, en una gasolinera, de un camión con el total de la mercancía robada; un inútil accidente de tráfico, supuestamente fortuito, degenera en la muerte de un fascista recalcitrante y entrado en años, en proceso de informar a Montalbano sobre el robo al supermercado; un depósito de armas es rescatado de la «cueva de Alí Babá», cuidadosamente protegida por una enorme laja de piedra de forma rectangular que parece formar un solo cuerpo con el peñasco que la protege. Y por si esto fuera poco, el inspector descubre un extraño cuadro en la trastienda de la cueva, un antro que ha permanecido sellado durante una ingente cantidad de años: los cuerpos entrelazados de un hombre y una mujer, aparentemente custodiados por un enigmático perro de terracota que no les quita los ojos de encima y acompañados de un cuenco repleto de monedas de la época y una jarra de agua. Ambos cuerpos parecen haber exhalado el último suspiro hace más de cincuenta años, y no es de extrañar que Montalbano sienta deseos de averiguar su identidad, por qué aparecen sellados en la cueva y cuál es el significado de los objetos que los acompañan.

Son los personajes los que hacen este libro, especialmente Montalbano. En un determinado momento, él llega a definirse a sí mismo como un cazador solitario: «El caso es que, con el tiempo, me he convertido en una especie de cazador solitario, perdóname la chorrada que quizás no es acertada, porque me gusta cazar  con los demás, pero quiero ser yo el que organice la cacería. Para que mi cerebro funcione debidamente, ésta es la condición indispensable. Una observación inteligente de otra persona me desanima, me puede descolocar a lo largo de todo un día y hacer que ni yo mismo consiga seguir el hilo de mis razonamientos.» Cuenta Montalbano con un elenco de subordinados a cual más peculiar. Él los conduce con un temperamento alocado, pero lo contrario también es cierto; algunos de ellos no están muy cuerdos que digamos. Por la oficina se ha dejado caer últimamente un tal Catarella, un sujeto corto de entendederas y lento de reflejos, que ha ingresado en el cuerpo de policía por ser pariente lejano de un individuo que ha sabido estrechar vínculos con los nuevos poderosos del país. El tal Catarella, hilarante lingüísticamente, habla una jerga extraña que él llama “tàliano” y que enreda las palabras hasta el punto de hacerlas ininteligibles.

A Montalbano, como a todo buen siciliano, le encanta la buena comida y aprecia la cocina, no en vano está asistido por un ama de casa que no regatea una gollería a la hora de prepararle exquisitos platos. No nos encontramos demasiado lejos de la verdad si pensamos que Montalbano degusta sus casos criminales como degusta su comida; cada detalle lo saborea de forma individual hasta que le entra de lleno al plato, cual torero al toro.

Es indiscutible que en la obra de Camilleri tiene un valor sobresaliente el dominio de la ambientación, la evocación del lugar, la Sicilia contemporánea devorada por problemas como la Mafia y la apatía, pero preocupada a la vez por nuevos desafíos como la inmigración y las mafias del Este. La verdadera Sicilia vive en las páginas de sus novelas. Sus olores, sus gustos y sobre todo su lenguaje. Sus diálogos, los diálogos de Camilleri, son ricos, aunque con un ritmo algo acelerado que siempre cumple con el propósito de hacer progresar sus espesas tramas. En «El perro de terracota» se echa de menos la belleza textual, que queda enterrada bajo el trepidante ritmo de la narración, pero es en la trama donde se encuentra la perfección de la que carece  su estilo. 
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